"No hay decisiones buenas y malas, solo hay decisiones y somos esclavos de ellas." (Ntros.Ant.)

miércoles, 29 de enero de 2014

ARISTOTELES (MORAL A NICOMACO) LIBRO X DE X -DEL PLACER Y DE LA VERDADERA FELICIDAD-

Aristóteles
Moral a Nicómaco

Libro X de X
Del placer y de la verdadera felicidad


Indice
Capítulo I. Del placer. 
Capítulo II. Examen de las teorías antes indicadas sobre la naturaleza del placer. 
Capítulo III. Nueva teoría del placer. 
Capítulo IV. Continuación de la teoría del placer. 
Capítulo V. Diferentes clases de placeres. 
Capítulo VI. Rápida recapitulación de la teoría de la felicidad. 
Capítulo VII. Continuación de la recapitulación de las teorías sobre la felicidad. 
Capítulo VIII. Superioridad de la felicidad intelectual. 
Capítulo IX. Relación de la felicidad con el bienestar exterior. 
Capítulo X. Importancia de las teorías y de la práctica. 

capítulo I
Del placer

Después de lo que precede parece natural tratar del placer. De todos los sentimientos que podemos experimentar es quizá el más apropiado a nuestra especie. Por esta razón se forma la educación de la juventud, valiéndonos del placer y del dolor, como quien se sirve de un poderoso timón, ya que lo más esencial para la moralidad del corazón consiste en amar lo que debe amarse y aborrecer lo que se debe aborrecer. Estas influencias persisten durante toda la vida; y tienen un gran peso y una gran importancia{191} para la virtud y la felicidad, puesto que el hombre busca siempre las cosas que le agradan y huye de las cosas penosas. No es posible pasar en silencio materia de tanta gravedad; y tanto más se está en el caso de no despreciarla cuanto que las opiniones sobre la misma pueden ser diversas. Unos pretenden{192} que el placer es el bien; otros{193} por lo contrario, resueltamente le llaman un mal. Entre los que sostienen esta última opinión, unos quizá están persuadidos íntimamente de que así es; y otros creen que, para ordenar nuestra conducta en la vida, es conveniente clasificar el placer entre las cosas [268] malas, aun cuando esta aserción no sea completamente verdadera. Los más de los hombres, dicen estos, se precipitan en busca de los placeres, y se convierten en esclavos de la voluptuosidad. Este es un motivo para llamarles la atención en sentido opuesto, único medio de que vengan a caer al justo medio. No encuentro que esto sea muy exacto, porque los discursos de que se valen los hombres en todo lo relativo a las pasiones y a la conducta humana, son menos dignos de fe que sus acciones mismas. Cuando se observa que estos discursos están en desacuerdo con lo que cada uno de nosotros vemos, arrastran en su descrédito la verdad y hasta la destruyen. Desde el momento en que se ve a uno de estos hombres que proscriben el placer, gozar, aunque sea de uno sólo, se cree que su ejemplo debe llevarnos a gozar de los placeres en general, y que todos ellos sin excepción son aceptables como aquel de que él ha gozado; porque no es el vulgo a quien toca distinguir y definir bien las cosas. Por lo contrario, cuando las teorías son verdaderas, no sólo son muy útiles bajo el punto de vista de la ciencia, sino que lo son también para el régimen de la vida. Se tiene fe cuando los actos están de acuerdo con las máximas, y estas invitan por lo mismo a los que las comprenden bien a vivir conforme a las reglas que ellas dictan. Pero no quiero apurar más esta materia; y pasemos al examen de las teorías sobre el placer. 

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{191} Véase en Platón todo el Filebo y Las Leyes, lib. I. 
{192} La escuela cirenáica. 
{193} La escuela de Antístenes.

capítulo II
Examen de las teorías antes indicadas sobre la naturaleza del placer

Eudoxio{194} sostenía que el placer es el soberano bien, porque vemos que todos los seres sin excepción, racionales e irracionales, lo desean y lo buscan. «En todas las cosas, decía él, lo que se prefiere, lo preferible, es bueno; y lo que se prefiere por encima de todas las cosas es lo mejor de todo. Este hecho incontestable de sentirse todos los seres arrastrados hacia el mismo objeto, prueba claramente que este objeto es [269] soberanamente bueno para todos; porque cada cual encuentra lo que es bueno para sí precisamente como encuentra su alimento. Por consiguiente, lo que es bueno para todos, y para todos es objeto de deseo, necesariamente es el soberano bien.» Se creía en estas teorías a causa del carácter y de la virtud del autor más que por la verdad que ellas contengan. Pasaba aquel por un personaje de consumada sabiduría, y al parecer sostenía sus opiniones, no porque fuera amigo del placer, sino porque estaba sinceramente convencido de que sostenía la verdad. La exactitud de estas teorías le parecía no menos demostrada por la naturaleza del principio contrario al placer: «El dolor, añadía, es de suyo de lo que huyen todos los seres; y por consiguiente lo contrario del dolor debe buscarse con tanto empeño como se huye del dolor. Es digna de buscarse una cosa con preferencia a todas las demás, cuando no la buscamos por medio de otra, ni con la mira de otra; y todo el mundo conviene en que la única cosa que reúne estas condiciones es el placer. Nadie pregunta a otro por qué encuentra placer en aquello que le encanta, porque se considera que el placer es por sí mismo una cosa digna de buscarse. Además, cuando el placer se une a otro bien cualquiera, hace que se le apetezca más; como por ejemplo, si va acompañado de la probidad y de la prudencia, porque el bien no puede aumentarse sino mediante el bien mismo.» 
En nuestra opinión, todo lo que prueba este último argumento es que el placer puede ocupar un lugar y ser incluido entre los bienes. Pero no prueba que el placer esté en este concepto por encima de todos los demás bienes. Un bien, cualquiera que él sea, es más apetecible cuando va unido a otro que cuando va solo. Precisamente este es el razonamiento de que se vale Platón para demostrar que el placer no es el soberano bien: «La vida de placer, dice Platón, es más apetecible con la prudencia que sin la prudencia; y si la unión de la prudencia y del placer es mejor que el placer, se sigue de aquí que el placer solo no es el verdadero bien; porque no hay necesidad de añadir nada al bien para que sea por sí mismo más apetecible que todo lo demás. Por consiguiente, es también de toda evidencia, que el soberano bien no puede ser nunca una cosa que se haga más apetecible, cuando va unida a uno de los otros bienes que lo son por sí mismos.» [270] 
¿Cuál es entre los bienes el que llena esta condición y del cual podemos los hombres gozar? Esta es precisamente la cuestión. Sostener, como se hace, que el objeto que excita el deseo de todos los seres no es un bien, es decir una cosa que no es seria; porque lo que todo el mundo piensa, debe en nuestra opinión ser verdad; y el que rechaza esta creencia general no puede sustituirla con otra que sea más creíble. Si los seres privados de razón fuesen los únicos que desearan el placer, no se incurriría en error al sostener que el placer no es un bien; pero como los seres racionales lo desean tanto como los demás, ¿á qué se reduce entonces esta opinión? No niego por otra parte, que no haya en los seres, hasta en los más degradados, un buen instinto físico, más poderoso que ellos, que se dirija irresistiblemente hacia el bien que le sea especialmente propio. Tampoco me parece que se pueda aprobar por completo la objeción que se opone al argumento sacado del contrario: «porque, se puede responder a Eudoxio: de que el dolor sea un mal no se sigue precisamente que el placer sea un bien; porque el mal es también lo contrario del mal; y además, ambos, el placer y el dolor, pueden ser los contrarios de lo que no es ni lo uno ni lo otro.» Esta respuesta no es mala, mas sin embargo no es absolutamente verdadera en lo que concierne precisamente a la cuestión. En efecto, si el placer y el dolor son igualmente males, sería preciso huir igualmente de ambos; o bien si son indiferentes, sería preciso no buscarlos, ni huir de ellos, o por lo menos, evitarlos o buscarlos con la misma razón. Pero lo que realmente se ve, es que todos los seres huyen del uno como un mal y buscan el otro como un bien; y en este sentido aparecen ambos como opuestos. Pero el que el placer no esté comprendido en la categoría de las cualidades, no es razón para que no pueda estarlo entre los bienes; porque los actos de la virtud tampoco son cualidades permanentes, ni lo es tampoco la felicidad misma. Además, se dice que el bien es una cosa finita y determinada, mientras que el placer es indeterminado, puesto que es susceptible de más y de menos; pero a esto se puede responder, que si con este criterio se ha de juzgar el placer, la misma diferencia resulta respecto de la justicia y de todas las demás virtudes, con relación a las cuales se dice también, según los casos, que los hombres poseen más o menos tal o cual cualidad, tal o cual mérito. Así se ve prácticamente, que uno es más justo o más valiente que otro, que se [271] puede obrar más o menos justamente, y conducirse con más o menos prudencia. Si se quiere aplicar esta doctrina exclusivamente a los placeres, ¿cómo llegar así a la verdadera causa?, ¿ni cómo dejar de decir que entre los placeres unos no tienen mezcla y otros aparecen mezclados? ¿Qué obsta que, así como la salud, cosa finita y bien determinada, es susceptible de más y de menos, no lo sea también el placer mismo? El equilibrio de la salud no es idéntico en todos los seres; más aún, no es siempre igual en un mismo individuo; la salud puede alterarse y subsistir también alterada hasta cierto punto, y puede muy bien diferir en más o en menos. ¿Por qué no ha de suceder lo mismo con el placer? 
Aun suponiendo que el soberano bien sea una cosa perfecta, y aun admitiendo que los movimientos y las generaciones son siempre cosas imperfectas, se intenta sin embargo demostrar, que el placer es un movimiento y una generación. Pero no hay razón para ello a lo que parece. Por lo pronto el placer tampoco es un movimiento, como se asegura. Puede decirse, que todo movimiento tiene por cualidades propias la velocidad y la lentitud; y si el movimiento en sí no las tiene, por ejemplo, el movimiento del mundo, las tiene por lo menos con relación a otro movimiento. Pero nada de esto, ni en un sentido ni en otro, se puede aplicar al placer. Se puede muy bien haber gozado pronto del placer, como puede uno haber montado en cólera súbitamente; pero no se goza pronto del placer actual, ni en sí, ni con relación a otro placer, a la manera que se anda más pronto, se crece más pronto, o como se realizan más pronto todos los demás movimientos de este género. Puede muy bien experimentarse un cambio rápido o un cambio lento para pasar al placer, pero el acto del placer mismo no puede ser rápido, quiero decir, que no se puede gozar en el acto mismo más o menos rápidamente. Ni, ¿cómo el placer podrá ser tampoco una generación? Una cosa cualquiera no puede nacer al azar de otra cualquiera cosa; ella se resuelve siempre en los elementos de donde procede. Ahora bien, en general lo que el placer engendra y hace nacer es el dolor que le destruye. 
También se añade que el dolor es la privación de lo que exige nuestra naturaleza y que el placer es su satisfacción; pero estas no son más que afecciones puramente corporales. Si el placer no es más que la satisfacción de una necesidad de la naturaleza, la [272] parte sobre que debería recaer la satisfacción sería también la que debería gozar del placer, sería por consiguiente el cuerpo. Pero no resulta que sea el cuerpo el que goce realmente. El placer no es por tanto una satisfacción, como se pretende. Pero cuando la satisfacción tiene lugar, es posible que se sienta placer, así como se siente dolor cuando uno se corta. Esta teoría, por lo demás, parece formada en vista de los placeres y de los dolores que experimentamos en todo lo que se refiere a los alimentos. Cuando uno está privado de alimento y ha sufrido a consecuencia de la privación, se siente un vivo goce cuando se satisface esta necesidad. Pero está muy distante de suceder lo mismo con todos los placeres. Así, los placeres que proporciona el cultivo de las ciencias jamás van acompañados de dolores; ni aun entre los de los sentidos, los del olor, del oído y de la vista, van acompañados de ellos; y en cuanto a los de la memoria y de la esperanza hay muchos a los cuales tampoco va unido el dolor. ¿En qué concepto pueden, pues, estos placeres ser generaciones, puesto que no corresponden a ninguna necesidad cuya satisfacción natural puedan ellos procurar? En cuanto a los que citan los placeres vergonzosos como una objeción a la teoría de Eudoxio, se les podría responder, que estos no son verdaderamente placeres. De que estos deleites degradantes encanten a gentes mal organizadas, no se sigue que sean placeres, absolutamente hablando, para naturalezas distintas de las de tales hombres; a la manera, por ejemplo, que no se tiene por sano, dulce, o amargo todo lo que es amargo, dulce y sano a gusto de los enfermos; y que no se tiene por color blanco todo lo que aparece de este color a los ojos atacados de oftalmia. 
¿No podría acaso decirse que los placeres son en efecto cosas apetecibles, pero no los que proceden de estos orígenes impuros? por ejemplo, la fortuna es apetecible, pero no conseguida a costa de una traición; como la salud es apetecible, pero no a condición de ponerla sobre todo sin discernimiento. ¿O bien, no se puede también sostener que los placeres difieren en especie? Los placeres, que proceden de actos honrosos, son distintos que los que tienen su origen en actos infames; y no se puede gustar el placer de lo justo, si el mismo que lo gusta no es justo, a la manera que no se gusta de la música, si no se es músico, y así en todas las demás cosas. 
En un orden de ideas diferente, la conducta del verdadero [273] amigo, que difiere tanto de la del adulador, demuestra claramente que el placer no es el soberano bien, o, por lo menos, que los placeres difieren mucho entre sí. Así, uno busca vuestro trato con la mira del bien; otro, con la mira del placer; y si se rechaza al uno a la par que se estima al otro, es porque ellos buscan también ese trato con fines completamente desemejantes. Nadie se conformaría con tener durante toda la vida la inteligencia de un niño, aunque encontrara en las pequeñeces pueriles los placeres más vivos que sea posible imaginar. Nadie se avendría tampoco a conseguir el placer a costa de las acciones más bajas, aun cuando por ello no llegara nunca a sentir el menor dolor. Añadid a todo esto, que hay una multitud de cosas que buscaríamos con empeño, aun cuando en ello no encontráramos ningún placer: por ejemplo, ver, acordarse, aprender, tener virtudes y talentos. Pero si se dice, que el placer es necesariamente consecuencia de todos estos actos, respondo que esto importa muy poco, puesto que lo mismo apeteceríamos estas sensaciones, aun cuando no nos resultara de ellas ni el más pequeño placer. 
Debe por lo tanto reconocerse, a mi parecer, que el placer no es el soberano bien, que todo placer no es apetecible, y que hay unos placeres apetecibles en sí y otros que difieren ¿por la especie a que pertenecen o por los objetos en que tienen su origen. Pero basta lo dicho sobre las teorías que intentan explicar el placer y el dolor{195}. 

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{194} Este filósofo, Eudoxio, cuya doctrina rebate Aristóteles, sólo por esto es conocido, y no debe confundírsele con el astrónomo griego del mismo nombre, que era casi contemporáneo. 
{195} Para la inteligencia de este capítulo conviene tener presente el Filebo de Platón.

capítulo III
Nueva teoría del placer

¿Qué es en el fondo el placer? ¿Cuál es su carácter propio? Esto es lo que pondremos en claro, tomando la cuestión desde su principio. 
La visión, en cualquier momento que se la observe, es siempre al parecer completa en cuanto no tiene necesidad de que venga después de ella algo a completar su naturaleza particular. Bajo este punto de vista, el placer se parece a la visión. Es a manera [274] de un todo indivisible; y no se podrá en ningún tiempo encontrar un placer que por subsistir un tiempo más largo se haga en su especie más completo de lo que era al principio. Esta es también una nueva prueba de que el placer no es un movimiento; porque todo movimiento se realiza en un tiempo dado y se dirige siempre a un cierto fin, como el movimiento de la arquitectura{196} que sólo es completo cuando ha hecho la construcción que desea, sea que este movimiento de la arquitectura se realice en todo el tiempo de que se trata o en tal porción determinada de este tiempo. Pero todos los movimientos son incompletos en las partes sucesivas del tiempo, y difieren todos en especie del movimiento entero y los unos de los otros. Así el corte y labra de las piedras es un movimiento distinto que el que hacen las baquetillas de una columna; y estos dos movimientos difieren de la distribución general del templo que se construye. Sólo la construcción del templo es completa; porque nada falta para que quede realizado el propósito formado desde el principio. Pero el movimiento que se aplica a la base y el que se aplica al triglifo del arquitrabe son incompletos; porque uno y otro no son sino movimientos relativos a una parte del todo, y así difieren en especie. No es posible en un tiempo dado encontrar un movimiento que sea completo en su especie; y si se quiere encontrar uno de este género, únicamente se halla en este caso el que corresponde al tiempo entero. El mismo razonamiento se puede aplicar a la marcha y a todos los demás movimientos. Por ejemplo, si la traslación en general es el movimiento de un paraje a otro, son también diferentes especies del mismo el vuelo, la marcha, el salto y otros análogos. Pero las especies no sólo difieren dentro de la traslación total, sino que en la marcha misma hay igualmente especies diversas; y así al marchar de un paraje a otro no es lo mismo hacerlo en el estadio entero o en una parte del mismo, en tal parte del estadio o en tal otra. Tampoco es lo mismo describir marchando esta línea o aquella otra, mediante a que no sólo se recorre la línea, sino que se la recorre en el determinado lugar en que ella está, y la una está colocada en un lugar distinto del en que está la otra. Por lo demás, en otra parte he tratado profundamente el movimiento, y he demostrado que no es siempre completo en [275] todos los instantes de su duración, que los más de los movimientos son incompletos, y que difieren específicamente, puesto que la dirección sola de un punto a otro basta para constituir una especie nueva del mismo. 
Pero el placer, por lo contrario, es una cosa completa en cualquier tiempo que se le considere. Se ve evidentemente, que el placer y el movimiento difieren absolutamente uno de otro, y que el placer puede ser incluido entre las cosas enteras y completas. Otra prueba de ello es también, que el movimiento no puede producirse de otra manera que con el tiempo y en el tiempo, mientras que esta condición no se puede imponer al placer; porque lo que existe en el instante indivisible y presente puede decirse que es un todo completo. En fin, todo esto demuestra claramente, que no hay razón para decir que el placer es un movimiento o una generación. Estos dos términos no son aplicables a todo indistintamente; sólo se aplican a cosas divisibles y que no forman un todo. Así es, por ejemplo, como no puede tener lugar la generación en la visión ni en el punto matemático, ni en la mónada o unidad. En ninguna de estas cosas hay generación ni movimiento; ni tampoco en el placer, porque el placer es una cosa completa e indivisible. 

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{196} Lo que sigue explica esta expresión un tanto singular.

capítulo IV
Continuación de la teoría del placer

Cada uno de nuestros sentidos{197} sólo está en acto con relación al objeto que él puede sentir; y el sentido, para obrar completamente, debe estar en buen estado con relación al más excelente de todos los objetos que pueden caer bajo este sentido particular. A mi parecer, esta es la mejor definición que se puede dar del acto completo. Y poco importa, por lo demás, que se diga que es el sentido mismo el que obra, o el ser en el cual este sentido está colocado. En todas las circunstancias, el mejor acto es el del ser que mejor dispuesto está con relación al más perfecto de los objetos que están sometidos a este acto [276] especial. Y este acto no sólo es el acto más completo, sino que es también el más agradable; porque en toda especie de sensación puede haber placer, así como le hay igualmente en el pensamiento y en la simple contemplación. La sensación más completa es la más agradable; y la más completa es la del ser que está bien dispuesto, lo repito, con relación a la mejor de todas las cosas que son accesibles a esta sensación. El placer acaba el acto y le completa; pero no le completa de la misma manera que le completan el objeto sensible y la sensación cuando ambos están en buen estado, ni más ni menos que la salud y el médico no son de igual modo causas de que nos conservemos sanos. Que hay placer en toda especie de sensación, es cosa que se comprende sin dificultad; porque se dice ordinariamente, que se tiene placer en ver tal o cual cosa o en oír tal o cual otra; y es evidente que allí donde el placer es más grande, allí también la sensación es más viva y obra sobre un objeto de su género especial. Siempre que el ser sentido y el ser que siente se encuentren en estas condiciones, habrá placer, puesto que habrá a la vez lo que debe producirle y lo que debe experimentarle. Si el placer completa el acto, no es como podría hacerlo una cualidad que existiese en el acto con anterioridad, sino que es más bien como un fin que viene a unirse a lo demás, a la manera que la flor de la juventud se une a la edad feliz por ella animada. Mientras el objeto sensible o el objeto de la inteligencia subsiste siendo todo lo que debe ser, y por otra parte el ser que le percibe o que le comprende subsiste igualmente en buen estado, el placer se producirá en el acto; porque permaneciendo el ser que es pasivo y el que obra en la misma relación el uno con el otro, y no mudando su condición, el mismo resultado deberá naturalmente producirse. Pero si esto es así, ¿cómo es que el placer que se experimenta no es continuo? ¿O cómo también no es la pena más continua que el placer? Es que todas las facultades humanas son incapaces de obrar continuamente; y el placer no tiene tampoco este privilegio, porque no es más que la consecuencia del acto. Ciertas cosas nos causan placer únicamente porque son nuevas; y por esta misma razón más tarde no nos le causan tanto. En el primer momento, el pensamiento se fija y obra sobre estas cosas con intensidad, como en el acto de la vista cuando se mira de cerca alguna cosa, pero después este acto ya no es tan vivo, se debilita, y por esto el placer también [277] se debilita y pasa. Pero puede suponerse, que si todos los hombres aman el placer, es porque todos aman también la vida{198}. La vida es una especie de acto, y cada cual obra sobre las cosas y para las cosas que más ama, como el músico obra mediante el órgano del oído sobre la música que tiene gusto en oír; como obra el hombre apasionado por la ciencia mediante el esfuerzo de su espíritu que aplica a las especulaciones; y como cada cual obra en su esfera. Pero el placer completa los actos; y por consiguiente, completa la vida que todos los seres desean conservar; y esto es lo que justifica que busquen el placer, puesto que él completa en cada uno de ellos la vida, que todos aman con ardor. En cuanto a saber si se ama la vida por el placer o el placer por la vida, dejaremos por el momento esta cuestión a un lado. Estas dos cosas nos parecen de tal manera ligadas entre sí, que no es posible separarlas, porque sin acto no hay placer, y el placer es siempre necesario para completar el acto. 

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{197} Véase en el Tratado del alma la Teoría de la sensibilidad, lib. II, capítulo V. 
{198} Véase la Política, lib. III, cap. IV.

capítulo V
Diferentes clases de placeres

Estas consideraciones deben hacernos comprender por qué los placeres difieren y los hay de distintas especies. Es porque las cosas que no son de especies diferentes no pueden ser completadas sino por cosas que son igualmente diferentes en especie. Pueden tomarse, por ejemplo, todas las cosas de la naturaleza y las obras de arte, los animales y los árboles, los cuadros y las estatuas, las casas y los muebles. Hasta los actos que son específicamente diferentes sólo pueden completarse por placeres diferentes en especie. Y así los actos del pensamiento difieren de los actos de los sentidos; y estos no difieren menos de especie entre sí. Los placeres que les completan deberán por consiguiente diferir también. La prueba es que cada placer es propio exclusivamente del acto que completa, y que este placer especial aumenta también la energía del acto mismo. Se juzga tanto mejor de las cosas, y se las practica con tanta más precisión [278] cuanto mayor es el placer con que se hacen; como lo muestran, por ejemplo, los progresos que alcanzan en geometría los que gustan de estudiar la ciencia geométrica y la facilidad particular que tienen para comprender todos sus pormenores; los que gustan de la música o de la arquitectura, o todos los que tienen otro cualquier gusto, y que adelantan maravillosamente, cada uno en su género, porque lo hacen con placer. Así el placer contribuye siempre a aumentar el acto y el talento. Todo lo que tiende a fortificar las cosas es propio para ellas y conveniente; y cuando las cosas son de especies diferentes, son también cosas de especies diversas las que convienen para completarlas. Una prueba más patente de esto es que en semejantes casos los placeres que proceden de otro origen son obstáculos a los actos especiales. Así, el músico es incapaz de prestar atención a los discursos que se le dirigen, si está oyendo un instrumento que se toque cerca de él. Se complace mil veces más en la música que en el acto presente a que se le invita; y el placer que tiene escuchando la flauta, destruye en él el acto relativo a la conversación que el debería seguir. La misma distracción tiene lugar en todos los demás casos en que se intenta hacer dos cosas a la vez; el acto más agradable turba necesariamente al otro. Sí hay entre los dos actos una gran diferencia de placer, la turbación es tanto más profunda, y llega hasta el punto de que el acto más enérgico impide absolutamente que se pueda realizar el otro. Esto es lo que explica por qué, cuando se tiene un placer muy vivo en una cosa, se siente uno enteramente incapaz de experimentar otro, mientras que, cuando se pueden tener otros, es prueba clara de que en el primero tenemos escaso gusto. Observad lo que pasa en los teatros; los que se toman la libertad de comer golosinas, lo hacen principalmente en el momento en que los malos actores están en escena. El placer especial que acompaña a los actos les da más precisión y los hace a la vez más durables y más perfectos, mientras que el placer extraño a estos actos los entorpece y los corrompe, siguiéndose de aquí que estas dos clases de placeres son profundamente diferentes. Los placeres extraños causan poco más o menos el mismo efecto que las penas que son especiales a los actos. Así las penas especiales de ciertos actos los destruyen y los traban: por ejemplo, si a tal persona no gusta y hasta le repugna escribir y si a tal otra la disgusta calcular, la una no escribe y la otra no calcula, [279] porque este acto les es penoso. Por esto los actos son afectados de una manera completamente contraria por los placeres y por las penas que les son propias. Entiendo por propios los placeres o las penas que proceden del acto mismo tomado en sí. Los placeres extraños, repito, producen un efecto análogo al que produciría la pena especial. Destruyen como esta el acto, si bien esto sucede por medios que no se parecen. 
Así como los actos difieren en cuanto son buenos o malos, y ciertos actos deben buscarse, otros deben evitarse y otros son indiferentes, lo mismo sucede con los placeres que van unidos a estos actos. Hay un placer propio de cada uno de nuestros actos en particular. El placer propio de un acto virtuoso es un placer honesto, así como es un placer culpable el correspondiente a un mal acto; porque las pasiones que recaen sobre las cosas buenas son dignas de alabanza, lo mismo que son dignas de censura las que se refieren a las cosas vergonzosas. Los placeres que se encuentran en los actos mismos, son aún más particularmente propios de ellos que los deseos de estos actos. Los deseos están separados de los actos por el tiempo en que se producen y por su naturaleza especial; mientras que los placeres, por lo contrario, se ligan íntimamente a los actos y son tan poco distintos que se puede preguntar, no sin alguna incertidumbre, si el acto y el placer no son por completo una sola y misma cosa. 
El placer ciertamente no es el pensamiento, ni la sensación; sería un absurdo tomarle por el uno o por la otra; y si parece ser idéntico con ellos, es porque no es posible separarlos. Pero, así como los actos de los sentidos son diferentes, también lo son sus placeres. La vista difiere del tacto por su pureza y su exactitud; el oído y el olfato difieren del paladar. Los placeres de cada uno de estos sentidos difieren igualmente. Los placeres del pensamiento no son menos diferentes de todos estos, y todos los placeres de cada uno de estos dos ordenes difieren específicamente entre sí. también parece que hay para cada animal un placer que sólo es propio de él, como hay para el un género especial de acción, y este placer es el que se aplica especialmente a un acto. De esto se puede convencer cualquiera observando cada uno de los animales. El placer del perro es distinto al del caballo o del hombre, como lo observa Heráclito, cuando dice: 
«Un asno escogería la paja y dejaría el oro.» [280] 
Y es que el heno es un alimento más agradable que el oro para los asnos. Y así para los seres de especie diversa los placeres difieren también específicamente; y es natural creer, que los placeres de los seres de especies idénticas no son desemejantes en especie. Sin embargo, respecto de los hombres, la diferencia es enorme de un individuo a otro. Unos mismos objetos causan tristeza a unos y encanto a otros; lo que es penoso y odioso para estos, es dulce y agradable para aquellos. La misma diferencia se produce físicamente en las cosas de sabor dulce y que gustan al paladar. Un mismo sabor no causa la misma impresión en el que tiene fiebre que en el hombre sano; el calor no obra de igual modo sobre el enfermo que sobre el hombre en plena salud; y lo mismo sucede en una multitud de cosas. En todos estos casos, la cualidad real verdadera de las cosas es, a mi parecer, la que encuentra en ellas el hombre bien organizado; y si este principio es exacto, como lo creo, la virtud es la verdadera medida de cada cosa. El hombre de bien, en tanto que tal, es el único juez, y los verdaderos placeres son los que el considera tales, y los goces a que el se entregue serán los verdaderos goces. Por otra parte el que a él parezca penoso lo que para otro sea agradable, no hay por qué extrañarlo. Entre los hombres hay una multitud de corrupciones y de vicios; y los placeres que se crean estos seres degradados no son placeres; lo son sólo para ellos y para seres como ellos organizados. En cuanto a los placeres que según juicio unánime de todo el mundo son vergonzosos, es claro que no se les debe llamar placeres, y sólo pueden darles esta denominación los hombres depravados. Pero entre los placeres que parecen honestos, ¿cuál es el placer particular del hombre? ¿Cuál es su naturaleza? ¿No es evidente que es el placer que resulta de los actos que el hombre realiza? Porque los placeres siguen a los actos y los acompañan. Y aparte de que haya un solo acto humano o que haya muchos, es claro que los placeres, que en el hombre completo y verdaderamente dichoso vienen a completar estos actos, deben pasar propiamente por los verdaderos placeres del hombre. Los demás sólo vienen en segunda línea y son susceptibles de muchos grados, como los actos mismos a que se aplican.

capítulo VI
Rápida recapitulación de la teoría de la felicidad

Después de haber estudiado las diversas especies de virtudes, de amistades y de placeres, sólo falta que tracemos un rápido bosquejo de la felicidad, puesto que reconocemos que es el fin de todos los actos del hombre. Recapitulando lo que hemos dicho, podremos abreviar nuestro trabajo. 
Hemos sentado, que la felicidad no es una simple manera de ser puramente pasiva; porque entonces la encontraríamos en el hombre que pasase durmiendo toda la vida, viviendo la vida vegetativa de una planta y experimentando las mayores desgracias. Si esta idea de felicidad es inaceptable, es preciso suponerla más bien en un acto de cierta especie, como he hecho ver anteriormente. Pero entre los actos, hay unos que son necesarios y hay otros que pueden ser objeto de una libre elección, ya en vista de otros objetos, ya en vista de ellos mismos. Es harto claro, que es preciso colocar la felicidad entre los actos que se eligen y que se desean por sí mismos, y no entre los que se buscan en vista de otros. La felicidad no debe tener necesidad de otra cosa, y debe bastarse a sí misma por completo. Los actos apetecibles en sí son aquellos, en que no hay nada que buscar más allá del acto mismo; y en mi opinión, estos son los actos conformes a la virtud, porque hacer cosas buenas y bellas constituye precisamente uno de los actos que se deben buscar por sí mismos. Entre la clase de cosas apetecibles por sí mismas pueden incluirse también las simples diversiones; porque en general sólo se las busca por sí mismas, por divertirse y nada más. Pero muchas veces estas diversiones nos perjudican más que nos aprovechan, si por ellas abandonamos el cuidado de nuestra salud y el de nuestra fortuna. Y esto, no obstante, la mayor parte de los hombres, cuya felicidad es objeto de envidia, sólo piensan en entregarse a estas diversiones. también se observa que los tiranos hacen gran aprecio de los que gustan mucho de esta clase de placeres; porque los aduladores se muestran complacientes en todas las cosas que los tiranos desean, y los tiranos a su vez tienen necesidad de gentes que los adulen. El vulgo se imagina [282] que estas diversiones son una parte de la felicidad, porque los que ocupan el poder son los primeros a perder el tiempo en ellas; pero la vida de estos hombres no puede servir de ejemplo ni de prueba. La virtud y la inteligencia, origen único de todas las acciones buenas, no son las compañeras obligadas del poder; y el que semejantes gentes, incapaces como son de gustar un placer delicado y verdaderamente libre, se entreguen a los placeres del cuerpo, su único refugio, no es razón para que nosotros tengamos estos placeres groseros por los más apetecibles. también los niños creen, que aquello que más aprecian es lo más precioso que existe en el mundo. Pero es cosa bien clara, que lo mismo que los hombres formales y los niños dan su estimación a cosas muy diferentes, así también los malos y los buenos la dan a cosas enteramente opuestas. Lo repito, aunque ya lo haya dicho muchas veces: las cosas verdaderamente buenas y dignas de ser amadas son las que tienen este carácter a los ojos del hombre virtuoso; y como para cada individuo el acto que merece su preferencia es el que es conforme a su propia manera de ser, el acto para el hombre virtuoso es el acto conforme a la virtud. 
La felicidad no consiste en divertirse; sería un absurdo que la diversión fuera el fin de la vida; sería también absurdo trabajar y sufrir durante toda la vida sin otra mira que la de divertirse. Puede decirse realmente de todas las cosas del mundo, que sólo se las desea en vista de otra cosa, excepto sin embargo la felicidad, porque ella es en sí misma fin. Pero esforzarse y trabajar, repito, únicamente para conseguir el divertirse, es una idea insensata y sobrado pueril. según Anacarsis{199}, es preciso divertirse para dedicarse después a asuntos serios, y tiene mucha razón. La diversión es una especie de reposo, y como no se puede trabajar sin descanso, el ocio es una necesidad. Pero este ocio ciertamente no es el fin de la vida; porque sólo tiene lugar en vista del acto que se ha de realizar más tarde. La vida dichosa es la vida conforme a la virtud; y esta vida es seria{200} y laboriosa; no la constituyen las vanas diversiones. Las cosas [283] serias están en general muy por encima de las gracias y de las burlas; y el acto de la mejor parte de nosotros, o de lo mejor del hombre, se considera siempre como el acto más serio. Ahora bien, el acto de lo mejor vale más por lo mismo que es el mejor y proporciona más felicidad. El ser más rebajado o un esclavo pueden gozar de los bienes del cuerpo como el más distinguido de los hombres. Sin embargo, no puede reconocerse la felicidad en un ser envilecido por la esclavitud, sino es en la forma que se reconoce en el la vida. La felicidad no consiste en estos miserables pasatiempos; consiste en los actos que son conformes a la virtud, como se ha dicho anteriormente. 

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{199} Anacarsis, considerado como uno de los sabios de la Grecia, a pesar de su cualidad de extranjero y bárbaro. 
{200} Idea exacta y grande de la vida. El estoicismo más tarde exageró este principio hasta la tristeza. El sistema platoniano es el que verdaderamente se ha mantenido dentro de los límites debidos.

capítulo VII
Continuación de la recapitulación de las teorías sobre la felicidad

Si la felicidad sólo consiste en el acto que es conforme con la virtud, es natural que este acto sea conforme con la virtud más elevada, es decir, la virtud de la parte mejor de nuestro ser. Y ya sea esta el entendimiento u otra parte, que según las leyes de la naturaleza parezca hecha para mandar y dirigir y para tener conocimiento de las cosas verdaderamente bellas y divinas; o ya sea algo divino que hay en nosotros, o por lo menos lo que haya más divino en todo lo que existe en el interior del hombre, siempre resulta que el acto de esta parte conforme a su virtud propia debe ser la felicidad perfecta; y ya hemos dicho, que este acto es el del pensamiento y de la contemplación. 
Esta teoría concuerda exactamente con los principios que anteriormente hemos sentado y con la verdad. Por lo pronto este acto es sin contradicción el mejor acto, puesto que el entendimiento es lo más precioso que existe en nosotros y la cosa más preciosa entre todas las que son accesibles al conocimiento del entendimiento mismo. Además, este acto es aquel cuya continuidad podemos sostener mejor; porque podemos pensar por muchísimo más tiempo que podemos hacer ninguna otra cosa, cualquiera que ella sea. Por otra parte, creemos que el placer debe mezclarse con la felicidad; y de todos los actos que son conformes con la virtud, el que nos encanta y nos agrada más, según [284] opinión de todo el mundo, es el ejercicio de la sabiduría y de la ciencia. Los placeres que proporciona la filosofía son al parecer admirables por su pureza y por su certidumbre; y esta es la causa por qué procura mil veces más felicidad el saber que el buscar la ciencia. Esta independencia, de que tanto se habla, se encuentra principalmente en la vida intelectual y contemplativa. Sin duda el sabio tiene necesidad de las cosas indispensables para la existencia, como la tiene el hombre justo y como la tienen los demás hombres, pero partiendo del supuesto de que todos tengan igualmente satisfecha esta primera necesidad, el justo necesita además de gentes para ejercitar en ellas y por ellas su justicia. En el mismo caso están el hombre templado, el valiente y todos los demás, puesto que necesitan estar en relación con otros hombres. El sabio, el verdadero sabio, puede, aun estando sólo consigo mismo, entregarse al estudio y a la contemplación; y cuanto más sabio sea más se entrega a el. No quiero decir que no le viniera bien tener colaboradores; pero no por eso deja de ser el sabio el más independiente de los hombres y el más capaz de bastarse a sí mismo. Y aún puede añadirse, que esta vida del pensamiento es la única que se ama por sí misma; porque de esta vida no resulta otra cosa que la ciencia y la contemplación, mientras que en todas aquellas en que es necesario obrar, se va siempre en busca de un resultado que es más o menos extraño a la acción. 
También se puede sostener que la felicidad consiste en el reposo y la tranquilidad; no se trabaja sino para llegar a descansar, como se hace la guerra para obtener la paz. Ahora bien; todas las virtudes prácticas tienen lugar y se ejercitan en la política o en la guerra; pero los actos que ellas exigen al parecer no dejan al hombre ni un instante de tregua, especialmente los de la guerra, en la que el reposo es cosa absolutamente desconocida. Y así nadie quiere la guerra ni la prepara por la guerra misma. Sería preciso ser un verdadero asesino para convertir en enemigos a sus amigos, y provocar por capricho combates y matanzas. En cuanto a la vida del hombre político, es tan poco tranquila como la del hombre de guerra. Además de la dirección de los negocios del Estado, es preciso que se ocupe incesantemente en conquistar el poder y los honores, o por lo menos en asegurar su felicidad personal y la de sus conciudadanos individualmente; porque esta felicidad es muy diferente, casi no [285] es menester decirlo, de la felicidad general de la sociedad, y en nuestras indagaciones hemos procurado distinguirlas cuidadosamente. Así, pues, entre los actos conformes con la virtud, los de la política y la guerra podrán superar a los demás en brillantez e importancia; pero tienen lugar en medio de la agitación y se llevan a cabo en vista de un fin extraño, pues no se los busca por sí mismos. Por el contrario, el acto del pensamiento y del entendimiento, siendo como es contemplativo, supone una aplicación mucho más seria; no tiene otro fin que él mismo, y lleva consigo el placer que le es exclusivamente propio y que se ve aumentado por la intensidad de la acción. Por lo tanto, así la independencia que se basta a sí misma, como la tranquilidad y la calma, toda la que el hombre puede disfrutar, y todas las ventajas análogas que se atribuyen de ordinario a la felicidad, todas estas cosas se encuentran en el acto del pensamiento contemplativo. Sólo esta vida es la que ciertamente constituye la felicidad perfecta del hombre, con tal que, añado yo, sea tan extensa como la vida; porque ninguna de las condiciones que se refieren a la felicidad puede ser incompleta. 
Quizá esta vida tan digna sea superior a las fuerzas del hombre, o por lo menos si puede el hombre vivir de esta suerte, no es como hombre, sino en tanto que hay en el un algo divino. Y tanto cuanto este principio divino está por encima del compuesto{201} a que él está unido, otro tanto el acto de este principio es superior a cualquier otro acto, sea el que quiera, conforme a la virtud. Pero si el entendimiento es algo divino con relación al resto del hombre, la vida propia del entendimiento es una vida divina con relación a la vida ordinaria de la humanidad. Por lo tanto no hay que dar oídas a los que aconsejan al hombre que piense tan sólo en las cosas humanas, y al ser mortal que sólo piense en las cosas que son mortales como él. Lejos de esto, es preciso que el hombre se inmortalice tanto cuanto sea posible; y que haga un esfuerzo por vivir conforme al principio más noble de todos los que le constituyen. Aunque este principio no es nada, si se considera el pequeño espacio que ocupa, no por eso deja de ser infinitamente superior a todo lo demás del hombre en poder y en dignidad. En mi opinión, él es el que nos constituye a cada [286] uno de nosotros y forma de cada cual un individuo, puesto que es la parte dominante y superior; y sería un absurdo en el hombre no adoptar su propia vida e ir a adoptar en cierta manera la de otro. El principio que antes dejamos sentado concuerda perfectamente con lo que decimos aquí: lo que es propio de un ser y conforme con su naturaleza está por encima de todo lo mejor y lo más agradable para él. Ahora bien; lo más propio del hombre es la vida del entendimiento, puesto que el entendimiento es verdaderamente todo el hombre; y por consiguiente, la vida del entendimiento es también la vida más dichosa a que el hombre puede aspirar. 

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{201} Aristóteles en ninguna parte de sus obras es tan explícito como en este párrafo en lo relativo a la espiritualidad del alma.

capítulo VIII
Superioridad de la felicidad intelectual

La vida, que puede colocarse en segunda línea después de esta superior, es la que conforma con cualquiera otra virtud que no sean la sabiduría y la ciencia; porque los actos, que se refieren a nuestras facultades secundarias, son actos puramente humanos. De esta manera hacemos actos de justicia y de valor, practicamos otras virtudes en el comercio ordinario de la vida, cambiamos con nuestros semejantes mutuos servicios, y sostenemos con ellos relaciones de mil géneros, así como, en materia de sentimientos, procuramos dar a cada uno lo que le es debido; pero todos estos actos no salen de la esfera humana. Hay algunos que sólo afectan a cualidades del cuerpo; y en muchos casos la virtud moral del corazón se liga estrechamente a las pasiones. Por lo demás, la prudencia se une muy bien igualmente con la virtud moral, así como esta virtud se liga recíprocamente con la prudencia, porque los principios de la prudencia se relacionan íntimamente con las virtudes morales, y la regla de estas virtudes se encuentra completamente conforme con las de la prudencia. Pero las virtudes morales, como están entremezcladas con las pasiones, afectan, a decir verdad, al compuesto que constituye el hombre. Las virtudes del compuesto son simplemente humanas; por consiguiente, la vida, que practica estas virtudes, y la felicidad, que estas virtudes proporcionan, son puramente [287] humanas. En cuanto a la felicidad de la inteligencia, esta está completamente aparte. Pero no quiero volver a tocar este punto, porque ir más lejos y precisar pormenores, sería traspasar el fin que nos hemos propuesto. 
Añádase solamente, que la felicidad de la inteligencia no exige casi bienes exteriores, o más bien que los necesita mucho menos que la felicidad que resulta de la virtud moral. Las cosas absolutamente necesarias a la vida son condiciones indispensables para ambas, y en este punto están en una misma línea. Sin duda el hombre, que se consagra a la vida civil y política, tiene que ocuparse más del cuerpo y de todo lo que al cuerpo se refiere; sin embargo, sobre este punto hay siempre muy poca diferencia. Por lo contrario, con respecto a los actos, la diferencia es enorme. Así el hombre liberal y generoso tendrá necesidad de cierto grado de fortuna para ejercer su liberalidad; y el hombre justo no advertirá menos la necesidad de ella para corresponder dignamente a los demás en razón de lo que ha recibido; porque las intenciones no se ven y los hombres inicuos fingen con facilidad tener la intención de ser justos. El hombre de valor, por su parte, tiene también necesidad de un cierto poder, para realizar los actos conformes a la virtud que le distingue. El mismo hombre templado tiene necesidad de algún bienestar, porque si no tuviera medios de satisfacer sus necesidades, ¿cómo podría saber si era templado o si era otra cosa? Una cuestión que importa resolver es si el punto capital en la virtud es la intención o es el acto, pudiendo la virtud encontrarse a la vez en los actos y en la intención. En mi opinión, evidentemente no hay virtud completa si no aparecen reunidas ambas condiciones. Mas para las acciones se necesitan muchas cosas; y cuanto más bellas y grandes son, tanto más las necesitan. 
Por lo contrario, cuando se trata de la felicidad que proporcionan la inteligencia y la reflexión, no hay necesidad, en razón del acto del que se entrega a ella, de todo esto; y hasta puede decirse que serian otros tantos obstáculos, por lo menos respecto a la contemplación y al pensamiento. Pero como en tanto que hombre y en tanto que se vive con los demás se siente uno inclinado a practicar la virtud, habrá necesidad precisamente de todos estos recursos materiales, para desempeñar el papel de hombre en la sociedad. 
He aquí otra prueba de que la perfecta felicidad es un acto de [288] pura contemplación. Suponemos siempre como incontestable, que los dioses son los más dichosos y los más afortunados de todos los seres. Pues bien; ¿qué actos pueden propiamente atribuirse a los dioses? ¿Es la justicia? ¿Y no nos formaríamos una idea bien ridícula de los dioses, si creyéramos que entre ellos se llevan a cabo convenios y se restituyen depósitos, y que mantienen otras mil relaciones de este género? ¿Se les puede tampoco atribuir actos de valor, el desprecio de los peligros, la constancia en afrontarlos, haciéndolo sólo por exigirlo el honor? ¿O acaso les atribuiremos actos de liberalidad? Pero en este caso, ¿a quién habrían de hacer sus donativos? Y entonces, sería preciso incurrir en el absurdo de suponer que se valen de la moneda y de otros expedientes del mismo género. Por otra parte, si son templados, ¿cuál es el mérito que en ello contraen? ¿No será una alabanza grosera decir que no tienen pasiones vergonzosas? Si se recorren al por menor todas las acciones que el hombre puede ejecutar, son todas verdaderamente bien mezquinas para atribuirlas a los dioses, y completamente indignas de su majestad. Sin embargo, el mundo entero cree en su existencia; por consiguiente se cree también que obran, porque al parecer no duermen siempre como Endimion{202}. Pero si en el ser vivo se suprime la idea del obrar, y con más razón la idea de hacer algún acto exterior, ¿qué otra cosa le queda más que la contemplación?{203} Así, pues, el acto de Dios, que supera en felicidad a todos los demás, es puramente contemplativo; y de los actos humanos el que se aproxima más íntimamente a este es también el acto que proporciona mayor grado de felicidad. 
Añádase aún otra consideración, y es que el resto de los animales no participan de la felicidad, porque son absolutamente incapaces de este acto de que están privados. La existencia en los dioses es toda dichosa; en cuanto a los hombres sólo es dichosa en cuanto es una imitación de este acto divino; y para los demás animales, ni uno solo es partícipe de la felicidad, porque ninguno participa de esta facultad del pensamiento y de la contemplación. Tan lejos como va la contemplación, otro tanto avanza [289] la felicidad; y los seres más capaces de reflexionar y de contemplar son igualmente los más dichosos, no indirectamente, sino por efecto de la contemplación misma, que tiene en sí un precio infinito; y en fin, en conclusión, la felicidad puede ser considerada como una especie de contemplación. 

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{202} Rey, pastor o cazador de Caria a quien Júpiter castigó condenándole a un sueño de cincuenta años, según unos, y eterno según otros, por haberse enamorado de Juno. 
{203} Este principio exagerado ha llevado al misticismo a locuras que todos conocen.

capítulo IX
Relación de la felicidad con el bienestar exterior

Sin embargo, en el hecho mismo de ser hombre es necesario para ser dichoso cierto bienestar exterior. La naturaleza del hombre, tomada en sí misma, no basta para el acto de la contemplación. Es preciso además que el cuerpo se mantenga sano, que tome los alimentos indispensables y que se tengan con él todos los cuidados que de suyo exige. Sin embargo, no se crea que el hombre, para ser dichoso, tenga necesidad de muchas cosas ni de grandes recursos, aunque realmente no pueda ser completamente dichoso sin estos bienes exteriores. La suficiencia del hombre está muy lejos de exigir un exceso, ni en el uso de los bienes que posee, ni respecto a su actividad. Se pueden hacer las acciones más bellas sin ser el dominador de la tierra y de los mares, puesto que puede el hombre obrar según pide la virtud por muy modesta que sea su condición. Esto se ve claramente observando que los simples particulares se conducen tan virtuosamente como los hombres más poderosos, y en general mucho mejor. Basta tener los recursos módicos de que acabamos de hablar, para que la vida sea siempre dichosa, si se toma la virtud por guía en su conducta. Solon{204} quizá definió muy bien al hombre dichoso, diciendo que: «es el que, medianamente provisto de bienes exteriores, sabe ejecutar acciones nobles y vivir con templanza y modestia.» Así es en efecto; se puede con una mediana fortuna cumplir todos los deberes. Anaxágoras tampoco creía que el hombre feliz fuese el hombre rico y poderoso, puesto que decía: «que no le sorprendería pasar por extravagante a los ojos del vulgo; porque este sólo juzga por las cosas exteriores, únicas que comprende.» 
Así las opiniones de los sabios están de acuerdo con nuestras teorías, con lo cual reciben estas indudablemente un nuevo grado de probabilidad; pero cuando se trata de la práctica, la verdad se juzga y se reconoce solamente en vista de los actos y atendiendo a la vida real; porque este es el punto decisivo. Al estudiar todas las teorías que acabo de exponer, deberán por lo mismo confrontarse con los hechos mismos y con la vida práctica. Cuando se conforman con la realidad, pueden adoptarse; si no concuerdan con ella, debe sospecharse que no son más que vanos razonamientos. El hombre que vive y obra mediante su inteligencia y la cultiva con cuidado, me parece a la vez el mejor organizado de los hombres y el más querido de los dioses; porque si los dioses toman algún cuidado en los negocios humanos, como yo creo, es muy natural que se complazcan en ver sobre todo en el hombre lo que hay en él de mejor y lo que más se aproxima a su propia naturaleza, es decir, la inteligencia y el entendimiento. También es muy natural, que en cambio los dioses colmen con sus beneficios a los que estiman y honran con mayor celo este divino principio, pues que cuidan lo que los dioses aman, y se conducen con rectitud y nobleza. Que entre estos se encuentra el sabio es cosa que no puede negarse; el sabio es particularmente querido por los dioses, y a mi juicio es consiguientemente el más dichoso de los hombres; de donde concluyo, que el sabio es el único que en este sentido es todo lo completamente dichoso que se puede ser. 

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{204} Véase a Herodoto. Clio, cap. XXX

capítulo X
Importancia de las teorías y de la práctica

Si es que hemos explicado suficientemente en estos bosquejos las teorías que acabamos de ver, la de las virtudes, la de la amistad y la del placer, ¿deberemos dar aquí por terminada nuestra tarea? ¿O deberemos más bien creer, como he dicho más de una vez, que, en las cosas que tocan a la práctica, el fin verdadero no es contemplar y conocer teóricamente las reglas al por menor, y sí el aplicarlas realmente? Con respecto a la virtud, no basta saber lo que es; es preciso además esforzarse en poseerla y ponerla en práctica, o encontrar cualquier otro medio [291] para hacerse realmente virtuoso y bueno. Si los discursos y los escritos fuesen capaces por sí solos de hacernos hombres de bien, merecerían justamente, como decía Theognis{205}, que se los buscara por todo el mundo y se pagara por ellos un alto precio; y no habría que hacer otra cosa que adquirirlos. Por desgracia, todo lo que en esta materia pueden hacer los preceptos es determinar y obligar a algunos jóvenes generosos a perseverar en el bien, y convertir un corazón bien nacido y espontáneamente bondadoso en amigo inquebrantable de la virtud. Pero, con relación a la multitud, los preceptos son absolutamente impotentes para dirigirla hacia el bien. Jamás obedece por respeto, sino por temor; no se abstiene del mal por un sentimiento de pundonor, sino por el terror de los castigos. Como sólo vive para las pasiones, sólo va en pos de los placeres que le son propios y de los medios que proporcionan estos placeres apresurándose a evitar las penas contrarias. Pero en cuanto a lo bello y al verdadero placer, no tiene de ellos ni una simple idea, porque jamás los ha gustado. Y pregunto, ¿qué discursos, qué razonamientos, pueden corregir estas naturalezas groseras? No es posible, o por lo menos no es fácil, mudar por el simple poder de la palabra hábitos de muy atrás sancionados por las pasiones; y no debe estar el hombre poco satisfecho, cuando utilizando todos los recursos que pueden ayudarle a ser hombre de bien, llega a poseer la virtud. 
Los hombres, según se dice, se hacen y son virtuosos, ya por naturaleza, ya por hábito, ya mediante la educación. En cuanto a la disposición natural, no depende de nosotros evidentemente; por una especie de influencia divina se encuentra en ciertos hombres que tienen verdaderamente, si puede decirse así, una suerte dichosa. Por otra parte, la razón y la educación no ejercen influencia sobre todos los caracteres; siendo preciso que se haya preparado muy de antemano el alma del discípulo, para que sepa ordenar bien sus placeres y sus resentimientos, como se prepara la tierra que debe suministrar el jugo a la semilla que en ella se deposite. El ser que vive sólo para la pasión, no puede escuchar la voz de la razón, para separarse de lo que él desea; ni puede siquiera comprenderla. ¿Cómo se contiene y se disuade [292] a un hombre que está en tal disposición? La pasión en general no obedece a la razón, sólo cede a la fuerza. Y así la primera condición es que el corazón se incline naturalmente a la virtud, amando lo bello y detestando lo feo. Pero es muy difícil que se pueda dirigir convenientemente hacia la virtud a un hombre desde su infancia, si no tiene la fortuna de ser educado bajo la égida de buenas leyes. Una vida modesta y arreglada no es agradable a la mayor parte de los hombres, y menos a la juventud. Además, la educación de los jóvenes y sus trabajos es preciso arreglarlos mediante la ley{206}, porque estas prescripciones no serán tan penosas para ellos cuando se hayan convertido en hábitos. No basta que los hombres reciban en su juventud una buena educación y una cultura conveniente; sino que, como es indispensable que cuando lleguen a la edad viril continúen en esta vida y hagan de ella un hábito constante, tendremos necesidad de pedir de nuevo auxilio a las leyes para conseguir este resultado. En una palabra, es preciso que la ley siga al hombre durante toda su existencia; porque los más de ellos obedecen más a la necesidad que a la razón, más a los castigos que al honor. 
Con razón se ha creído, que los legisladores deben atraer los hombres a la virtud por la persuasión, y comprometerlos en este sentido simplemente en nombre del bien, en la seguridad de que el corazón de los hombres honrados, preparados por buenos hábitos, escuchará su voz; pero que, sin embargo, deben decretar además represiones y castigos contra los rebeldes y corrompidos, y hasta desembarazar completamente al Estado de los que son moralmente incurables. también añaden con mucho acierto, que el hombre que es probo y que sólo vive para el bien se rendirá sin dificultad a la razón, mientras que será preciso castigar por medio del dolor al hombre perverso que sólo piensa en el placer, como se castiga a una bestia feroz que está uncida. Por esto se recomienda, que se escoja entre los castigos los que sean más opuestos a los placeres que el culpable busca con tanta obcecación. 
Por lo tanto, si, como acabamos de decir, es preciso que el hombre, para que sea un día virtuoso, haya sido al principio bien [293] educado, y haya contraído buenos hábitos; si es preciso que después continúe viviendo y ocupándose en cosas dignas de alabanza sin causar nunca mal ni por voluntad ni por fuerza; no se pueden alcanzar nunca estos resultados admirables si los hombres no son obligados por una cierta dirección de la inteligencia o por cierto orden regular que tenga el poder de hacerse obedecer. El mandato de un padre no tiene este carácter de fuerza, ni de necesidad, como en general no le tiene el de ningún hombre solo, a menos que no sea un rey o tenga alguna dignidad semejante. Únicamente la ley posee una fuerza coercitiva igual a la de la necesidad, porque es, hasta cierto punto, la expresión de la sabiduría{207} y de la inteligencia. Cuando son los hombres los que se oponen a nuestras pasiones, se los detesta, aunque tengan mil razones para hacerlo; pero la ley no se hace odiosa ordenando lo que es equitativo y justo. Puede decirse que Lacedemonia{208} es el único Estado en el cual el legislador, poco imitado en esto, parece haberse cuidado mucho de la educación de los ciudadanos y de sus trabajos. En la mayor parte de los demás Estados se ha despreciado este punto esencial; y cada uno vive como le acomoda «gobernando su mujer y sus hijos», a la manera de los cíclopes. Lo mejor sería que el sistema de educación fuese público, al mismo tiempo que sabiamente concebido y que se encontrase ya en estado de ser aplicado. 
Allí donde se desprecia este cuidado común, cada ciudadano debe considerar como un deber personal encaminar en el sentido de la virtud a sus hijos y a sus amigos, o por lo menos debe tener la firme intención de hacerlo. El verdadero medio de ponerse en estado de cumplir este deber, conforme a lo que acabo de decir, es hacerse uno mismo legislador. Cuando el cuidado de la educación es público y común, evidentemente las leyes son las que solamente pueden proveer a esta necesidad; y la educación es lo que debe de ser, cuando está arreglada por buenas leyes, sean escritas o no escritas. Importa poco, que estatuyan sobre la educación de un solo individuo o sobre la de muchos, a la manera que tampoco se hace esta distinción en la música, ni en la gimnástica, ni en todos los demás estudios a que se consagran los jóvenes. Y si en los Estados son las [294] instituciones legales y las costumbres las que tienen este poder, son las palabras y las costumbres de los padres las que deben ejercerlo en el seno de las familias; y su autoridad debe ser todavía mucho mayor, puesto que tiene su origen en los vínculos de la sangre y en los beneficios hechos; así que el primer sentimiento que la naturaleza inspira a los hijos es el amor y la obediencia. 
También hay un punto en que la educación particular se halla por encima de la común; como nos lo hará comprender un ejemplo tomado de la medicina. En general, cuando uno tiene fiebre, la dieta y el reposo son un excelente remedio; pero puede suceder que el enfermo tenga un temperamento tal que no le convenga tal remedio; a la manera que un luchador no tira los mismos golpes ni se vale de la misma astucia con todos sus adversarios. En igual forma, cuando la educación es particular, el cuidado que se aplica entonces especialmente a cada individuo, parece ser más acabado, puesto que cada niño recibe personalmente la clase de cuidados que más le conviene. Pero los mejores cuidados, aun en los casos individuales, serán siempre los que prestan el médico, o el gimnasta, o cualquiera otro maestro que conozca todas estas reglas generales, y que sepa que tal cosa conviene a todo el mundo o, por lo menos, a los que se hallan en tales o cuales condiciones; porque las ciencias toman su nombre de lo general, de lo universal, y sólo de lo universal se ocupan. No niego, que aun siendo muy ignorante, se pueda tratar con buen éxito tal o cual caso particular, y que con el sólo auxilio de la experiencia no se logre perfectamente este propósito. Basta para esto haber observado con exactitud los fenómenos que cada caso presenta; y así hay hombres que son para sí mismos excelentes médicos, pero que no podrían hacer nada para aliviar los sufrimientos de otro. Sin embargo, cuando seriamente se quiere llegar a ser hombre entendido en la práctica y en la teoría, es preciso caminar hasta lo general, hasta lo universal y conocerlo tan profundamente cuanto sea posible; porque, como ya hemos dicho, lo universal es a lo que se refieren todas las ciencias. 
Cuando se quiere mejorar a los hombres cuidándose de ellos, ya se trate de una multitud o de un corto número, es preciso procurar hacerse legislador, puesto que sólo por medio de las leyes se perfecciona la humanidad. Pero no es una obra vulgar [295] dirigir bien al ser confiado a vuestros cuidados, cualquiera que sea su naturaleza; y si hay alguien que puede realizar esta tarea difícil, es sólo el que posee la ciencia, como en la medicina, por ejemplo, y en todas las demás artes que exigen a la par cuidado y reflexión. 
Como consecuencia de esto, ¿deberemos indagar cómo y por qué medio podrá adquirirse el talento del legislador? ¿Podré responder que obrando como en cualquiera otra ciencia, es decir, dirigiéndose a los hombres políticos, puesto que este talento legislativo, al parecer, es una parte de la política? ¿O deberemos acaso decir, que con la política no sucede lo que con las demás ciencias y estudios? En las demás ciencias, son las mismas personas las que enseñan las reglas para obrar bien y las aplican; por ejemplo, los médicos y los pintores. En cuanto a la política, los sofistas son los que se alaban de enseñarla bien; pero ni uno sólo, entre todos ellos, sabe hacerlo; quedando reservada a los hombres de Estado, que al parecer se consagran a ella movidos por una especie de poder natural y que la tratan bajo el punto de vista de la experiencia más bien que por el de la reflexión. La prueba es, que nunca se ve que los hombres de Estado escriban ni hablen de esta materia, por más que por ello les redundaría más honor que el que procuran las arengas ante los tribunales y ante el pueblo. Tampoco se ve{209} que estos personajes hagan de sus propios hijos ni de sus amigos hombres políticos. Y es bien seguro, sin embargo, que no habrían dejado de hacerlo, si hubieran podido; porque no era posible dejar una herencia más útil que esta a los Estados que gobiernan; ni hubieran podido encontrar, ni para sí mismos, ni para las personas para ellos más queridas, nada que fuera superior a este talento de la política. Por otra parte reconozco que la experiencia en esta ciencia es de grande utilidad; pues de no ser así no se harían los hombres de Estado más capaces de gobernar bien sólo por el largo hábito de gobierno. Así, pues, para poseer la ciencia política, hay necesidad de unir la práctica a la teoría. Pero los sofistas, que tanto ruido hacen con su pretendida ciencia, están muy distantes de enseñar la política; porque no saben con precisión ni lo qué es, ni de qué se ocupa. Si lo [296] supieran, no la habrían confundido con la retórica, ni la habrían puesto por bajo de ella. Tampoco podrían comprender la facilidad de formar un buen código de leyes reuniendo todas las de más nombradía y eligiendo las mejores. Al oírles, podría decirse que la elección no es por sí misma un acto de alta inteligencia, y que juzgar bien no es en este caso el punto capital, lo mismo que en la música. Los hombres dotados de experiencia especial son los únicos que en cada género juzgan perfectamente las cosas, y que comprenden por qué medios y cómo se llega producirlas, como que conocen sus combinaciones y armonías secretas. En cuanto a los que carecen de esta experiencia personal, tienen que contentarse con no ignorar si la obra tomada en conjunto es buena o mala, como pasa con la pintura. 
Pero las leyes son la obra y el resultado de la política. ¿Cómo, pues, con el auxilio de esta podrá hacerse un hombre legislador, o por lo menos juzgar cuáles de aquellas son las mejores? Los médicos no se forman únicamente con el estudio de los libros, por más que estos no sólo indican los remedios, sino que llegan hasta detallar los medios curativos y la naturaleza de los diversos cuidados que exige cada enfermo en particular, conforme a los temperamentos, cuyas diferencias se analizan en ellos. Los libros que son quizás útiles cuando se tiene ya experiencia, son de una inutilidad completa para los que todo lo ignoran. Las compilaciones de leyes y de constituciones están quizá en el mismo caso; me parecen muy útiles cuando ya es uno capaz de especular sobre estas materias, de juzgar lo que es bueno y lo que es malo, y de discernir las instituciones que puedan convenir en los distintos casos; pero si careciendo de esta facultad que nos permite comprenderlas bien, nos ponemos a estudiar estas compilaciones, no se encontrará el hombre en estado de juzgar sanamente de las cosas, a no ser por una rara casualidad; si bien no niego que semejante lectura puede dar más pronto un mayor conocimiento de estas materias. 
Por lo tanto, habiendo dejado nuestros antepasados sin explorar el campo de la legislación, alguna ventaja habrá quizá en que nosotros estudiemos y tratemos a fondo la política, para completar de esta manera y hasta el punto que podamos alcanzar la filosofía de las cosas humanas. Por lo pronto, cuando en nuestros predecesores encontremos algún pormenor de este [297] vasto asunto perfectamente tratado, no dejaremos de adoptarle haciendo las correspondientes citas; y después determinaremos, en vista de las constituciones que hemos recogido{210}, cuáles son los principios que salvan o que pierden a los Estados en general y en particular a cada uno de ellos. Indagaremos las causas de que unos Estados estén bien gobernados y otros lo estén mal; porque así, cuando hayamos terminado todos estos estudios, veremos de una ojeada más completa y más segura cuál es el Estado por excelencia y cuáles son para cada especie de gobierno la constitución, las leyes y las costumbres especiales que debe tener para ser en su género el mejor posible. 
Entremos, pues, en materia. 

Fin de la Moral a Nicómaco

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{205} Véanse las sentencias de Theognis, v. 432. Platón cita también este verso en el Menón. 
{206} El libro IV de la Política está consagrado casi por entero a este grave asunto. 
{207} Véase un elogio semejante de la ley en la Política, lib. III, cap. X. 
{208} Véase la Política, lib. II, cap. VI, y sobre todo lib. V, cap. I. 
{209} Sobre la impotencia de los hombres políticos para trasmitir a los demás y a sus hijos su propia ciencia debe leerse a Platón en el Protágoras, el Menón, la República y el Gorgias. 
{210} Es la famosa colección de constituciones que reunió Aristóteles y que por desgracia se ha perdido.

ARISTOTELES (MORAL A NICOMACO) LIBRO IX DE X -TEORIA DE LA AMISTAD, CONTINUACION-

Aristóteles
Moral a Nicómaco

Libro IX de X
Teoría de la amistad - Continuación


Indice
Capítulo I. De las causas de desavenencia en las relaciones en que los amigos no son iguales. 
Capítulo II. Distinciones y límites de los deberes según las personas. 
Capítulo III. Rompimiento de la amistad. 
Capítulo IV. El amigo de sí mismo y el amigo de los demás. Retrato del hombre bueno y del malo. 
Capítulo V. De la benevolencia. 
Capítulo VI. De la concordia. 
Capítulo VII. Del beneficio. 
Capítulo VIII. Del egoísmo o amor propio. 
Capítulo IX. Sobre si hay necesidad de amigos en la prosperidad. 
Capítulo X. Del número de amigos. 
Capítulo XI. ¿Cuándo son más necesarios los amigos, en la prosperidad o en la desgracia? 
Capítulo XII. Dulzuras de la intimidad. 

capítulo I
De las causas de desavenencia en las relaciones en que los amigos no son iguales

En todas las amistades en que los dos amigos no son semejantes, la proporción es la que iguala y conserva la amistad, como ya he dicho. En esto sucede lo mismo que en la asociación civil. Un cambio de valor se verifica, por ejemplo, entre el zapatero que da el calzado y el tejedor que da su tela; y los mismos cambios tienen lugar entre todos los demás miembros de la asociación. Pero en este caso hay al menos una medida común, que es la moneda, consagrada por la ley. A ella se refiere todo lo demás, y por ella todo se mide y valora. Como no hay nada de esto en las relaciones de afección, el que ama se queja a veces de que no es correspondido su exceso de ternura, aunque quizá no tenga nada digno de ser amado, cosa que puede muy fácilmente suceder; y otras veces el que es amado se queja de que su amigo, después de haberle prometido mucho en otro tiempo, se desentiende completamente de sus magníficas promesas. Si estas quejas recíprocas se producen, es porque como el uno, el amado, sólo ama por interés, y el otro, el amante, por el placer, ambos se encuentran defraudados en sus esperanzas. Formada su amistad sólo por estos motivos, el rompimiento se ha hecho necesario desde que ni uno ni otro han podido obtener lo que motivó [242] sus relaciones. No se aman por sí mismos; sólo aman en ellos cualidades que no son durables; y las amistades producidas por estas condiciones no son más durables que ellas. La única amistad que dura, lo repito, es la que, sacándolo todo de ella misma, subsiste por la conformidad de los caracteres y por la virtud. 
Otra causa de desavenencia surge cuando en lugar de encontrar lo que se deseaba, se encuentra otra cosa completamente diferente; porque lo mismo es no tener nada que tener aquello que no se desea. Es como la historia de aquel personaje que hizo magníficas promesas a un cantor, diciéndole, que cuánto mejor cantara más le daría. Cuando a la mañana siguiente el cantor fue a reclamarle el cumplimiento de su promesa, el otro le respondió que le había pagado placer con placer{174}. Si uno y otro se hubieran propuesto sólo esto, habría estado en su lugar esta respuesta; pero si el uno quería el placer y el otro la utilidad, y aquel tuvo lo que quería y este no lo obtuvo, el fin de la asociación no fue religiosamente cumplido; porque desde el momento que se tiene necesidad de una cosa, se inclina uno a ella con pasión y se está dispuesto a dar por ella todo lo demás. Pero, ¿a quién de los dos pertenece fijar el precio del servicio? ¿Es al que ha comenzado por hacerle o al que ha comenzado por recibirle? El que ha sido primero en hacerle parece haberse entregado con confianza a la generosidad del otro. Así dicen que hacia Protágoras{175} cuando previamente enseñaba alguna cosa. Decía al discípulo que él mismo justipreciara lo que sabía, y Protágoras recibía el premio que fijaba su discípulo. En casos de esta clase es frecuente atenerse al proverbio{176}: 
«Sacad de vuestros amigos un provecho equitativo.» 
Los que comienzan por exigir dinero, y más tarde, a causa de la exageración misma de sus promesas, no hacen nada de lo que han ofrecido, se exponen a que se les hagan cargos legítimos, porque no cumplen sus compromisos. Esta fue la precaución que los sofistas se vieron precisados a tomar, porque no habrían encontrado nadie que quisiera dar dinero por la ciencia [243] que enseñaban; y como después de haber recibido su dinero, no hacían nada para merecerlo, hubo razón para quejarse de ellos. Pero en todos los casos en que no hay convenio previo respecto del servicio que se hace, los que lo ofrecen natural y espontáneamente no pueden estar expuestos jamás a tales cargos, como ya he dicho. En la amistad fundada en la virtud no pueden tener lugar estas acriminaciones. Para pagar no hay aquí más regla que la intención, porque es la que constituye, propiamente hablando, la amistad y la virtud. Este sentimiento debe también inspirar recíprocamente a los que juntos han estudiado las enseñanzas de la filosofía. El dinero no puede medir el valor de este servicio; la veneración, que se tributa al maestro, no puede ser jamás todo lo debido; y es preciso juntarse, como para con los dioses y los padres{177}, a hacer todo lo que se puede. 
Pero cuando el servicio no ha sido tan desinteresado, sino que se ha hecho con la mira de alguna utilidad, es preciso que el servicio que se vuelva en cambio parezca a las dos partes igualmente digno y conveniente. En el caso en que no resulten satisfechos, será no sólo necesario, sino perfectamente justo, que el que fue delante sea el que fije la remuneración; porque si lo que recibe equivale a la utilidad que ha conseguido el otro o al placer que el otro ha tenido, la remuneración recibida de este último será lo que debe ser. Esto es lo que pasa en las transacciones de todos géneros. Hay Estados, cuyas leyes prohíben llevar a los tribunales la discusión de los contratos voluntarios, fundados sin duda en el principio de que el demandante debe arreglarse con aquel que le inspiró confianza bajo el mismo pié y como ya lo había hecho al principio cuando contrató con él. En efecto, el que obtuvo esta prueba espontánea de confianza parece que debe ser más capaz aún de transigir con justicia el litigio que el otro que confió en él. Esto nace de que las más veces los que poseen las cosas y los que quieren adquirirlas no las dan un mismo valor. Lo que constituye nuestra propiedad y lo que se da a otros nos parece siempre de mucho [244] valor; y, sin embargo, el cambio se hace, hasta respecto del valor, con las condiciones que determina el que recibe. Quizá el verdadero valor de las cosas es, no la estimación que les da el que las posee, sino la que les daba el mismo antes de poseerlas. 

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{174} Había procurado placer al cantor en cuanto le había hecho concebir lisonjeras esperanzas con sus promesas. 
{175} Este sofista parece que fue el primero que exigió retribución a sus discípulos. 
{176} Hesiodo, Las obras y los días, v. 370. 
{177} Esta veneración profunda del discípulo para con su maestro es una idea que procede más bien de la India que de la Grecia. En la India, al Gourou, es decir, el preceptor del Brahman, se le asimila completamente a los padres, y las faltas cometidas contra él se castigan con las mismas penas que las que se cometen contra los padres.

capítulo II
Distinciones y límites de los deberes según las personas

He aquí otras cuestiones que se pueden presentar aún: ¿Debe concederse todo a un padre? ¿Debe obedecérsele en todo? ¿O bien cuando está enfermo, por ejemplo, debe obedecerse más bien al médico? ¿Debe elegirse con preferencia general al hombre de guerra? Y estas otras análogas: ¿debe servirse al amigo antes que al hombre virtuoso? ¿Deberá pagarse la deuda a un bienhechor primero que hacer un regalo a un compañero, en el caso en que no puedan hacerse a la vez ambas cosas? ¿Pero no es muy difícil resolver todas estas cuestiones de una manera clara y precisa, mediante a que estos diversos casos presentan diferencias de magnitud y de pequeñez, de mérito moral y de necesidad? 
Lo que se ve sin la menor dificultad es que no es posible concederlo todo a un mismo individuo. De otro lado, vale más, en general, saber reconocer los servicios que se han recibido que complacer a un camarada; y es preciso satisfacer la deuda a quien se debe antes que hacer un regalo a una persona querida. Pero quizá esta regla misma no puede tener siempre aplicación; por ejemplo, un hombre, que ha sido rescatado de manos de los ladrones, ¿debe rescatar a su vez a su libertador cualquiera que él sea? Y aun admitiendo que este libertador no se halle prisionero, pero que reclame el precio del rescate pagado por él, ¿deberá entregársele este antes que librar a su propio padre? Porque al parecer se debe dar la preferencia a su padre, no sólo sobre un extraño sino sobre uno mismo. Me limito, pues, a repetir lo que ya he dicho: es preciso en general pagar sus deudas. Pero si dando a otro, puede hacerse una acción mejor y más necesaria, es preciso, sin dudar, inclinarse de este lado; porque puede suceder a veces, que no haya una igualdad [245] verdadera pagando los servicios que otro os ha prestado; por ejemplo, si sabía este que servia a un hombre de bien, mientras que el otro habría de pagar en su día el beneficio a un hombre conocido por perverso. Hay también casos en que en efecto no debe prestarse a quien nos ha prestado antes. Uno ha prestado a otro, porque sabía que era hombre de bien y en la seguridad de que se lo devolverla; pero el otro no puede contar con ser reembolsado por un bribón. Si así sucede en realidad, la estimación no puede ser igual de una y otra parte; y si no es así realmente, basta que se piense para que no sea un error obrar como se ha obrado. Por lo demás, como ya he dicho muchas veces, todas estas teorías sobre los sentimientos y acciones de los hombres se modifican precisamente según los casos mismos a que se aplican. Y así es muy evidente que no debe tenerse la misma generosidad para con todo el mundo, ni concederse todo a su padre, así como no deben sacrificarse todas las víctimas a Júpiter. 
Como hay deberes muy desemejantes para con los padres, los hermanos, los amigos, los bienhechores, es preciso dar con discernimiento a cada uno lo que le pertenece y le es debido. Es cierto que, en general, esto es lo que se hace; y así convida uno a los parientes a su boda, porque en efecto pertenecen a una familia común y todos los actos que les interesan deben ser igualmente comunes; y por la misma razón se mira como un deber estricto en los parientes asistir a los funerales. también los hijos deben ante todo asegurar la subsistencia a sus padres; es una deuda que pagan, y vale más proveer a las necesidades de los que nos han dado el ser que proveer a las propias. En cuanto al respeto, se les debe el mismo que se debe a los dioses, pero no se les debe toda clase de respetos; por ejemplo, no se tiene el mismo por el padre que por la madre, así como no se respeta al padre en el mismo concepto que se respeta a un sabio o a un general; sino que se tiene al padre la veneración debida a un padre, y a la madre la que se debe a una madre. 
En todas ocasiones es preciso mostrar a los hombres más ancianos que nosotros el respeto debido a la edad. Debemos levantarnos en su presencia, cederles el puesto y tener con ellos todos los demás miramientos de este género. Entre camaradas y hermanos, por lo contrario, debe reinar la franqueza y haber un desprendimiento que los haga partícipes de todo lo que poseemos. En una palabra, respecto de los parientes, los compañeros de [246] tribu, los conciudadanos, y de todas las demás relaciones es preciso esforzarse siempre en tributar a cada uno las consideraciones que le pertenecen, y discernir lo que debe dársele precisamente según el grado de parentesco, de mérito o de intimidad. Estas distinciones son de fácil ejecución, cuando se trata de personas que son de la misma clase que nosotros, y presentan mayor dificultad cuando se trata de personas de clases diferentes; pero, como no es esta razón para dejar de hacerlo, debe procurarse tener muy en cuenta todas estas gradaciones y diferencias en cuanto sea posible.

capítulo III
Rompimiento de la amistad

Cuestión espinosa es el saber si las relaciones amistosas deben romperse o conservarse, cuando las personas no subsisten siendo lo que eran los unos respecto de los otros. ¿O es que no resulta ningún mal de un rompimiento desde el momento en que los que estaban ligados por interés o por placer no tienen nada que comunicarse? Como era este el único objeto de su amistad, cuando este objeto desaparece, parece llano que cesen de amarse. La única queja que podría tener lugar sería si alguno, amando por interés y por placer, fingió que también amaba de corazón. En efecto, como dijimos al principio, la causa más ordinaria de desunión entre los amigos es que no se unen con las mismas intenciones, y que no son amigos unos de otros por el mismo motivo. Cuando uno de los dos se ha equivocado creyéndose amado de corazón, siendo así que el otro nada ha hecho para dárselo a entender, sólo a sí mismo debe culparse. Pero si ha sido engañado por el disimulo de su pretendido amigo, tiene derecho a quejarse de la falsía de este; y puede hacerlo con más razón que la que tenemos para censurar a los monederos falsos, porque el delito de tal pretendido amigo afecta a una cosa mucho más preciosa. 
Pero supongamos el caso en que uno se ha unido a otro creyéndole hombre de bien, y que después se hace vicioso, o solamente lo parece; ¿puede continuar amándole? ¿O será imposible amarle ya, puesto que no se ama todo indiferentemente, [247] sino exclusivamente lo que es bueno? Porque no es un hombre malo al que se quería amar ni tampoco a quien se debe amar. No se debe amar a los malos ni tampoco parecerse a ellos, porque ya se sabe que lo que se parece se junta. He aquí, pues, la cuestión: ¿debe romperse sobre la marcha? ¿O bien deben hacerse distinciones y no romper con todos, sino sólo con aquellos, cuya perversidad sea ya incurable? Mientras haya esperanza de corregirlos, es preciso ayudarles a salvar su virtud con más esmero que si se tratara de reparar su fortuna, por lo mismo que es uno de los servicios más nobles y más dignos de la verdadera amistad. Mas en otro caso no hay inconveniente en romper, porque no fue con este hombre, tal cual ahora aparece, de quien se hizo uno amigo, y desde el momento en que ha sufrido un cambio tan completo y no hay ya modo de salvarle, trayéndole al verdadero camino, no hay otro partido que tomar que alejarse de él. 
Supongamos otro caso. Uno de los dos amigos continúa siendo como era, y el otro, haciéndose mejor moralmente, llega a superarle mucho en virtud. ¿Debe este continuar en amistad con aquel? ¿O bien es ya imposible? La dificultad se hace perfectamente evidente, cuando la distancia entre los dos amigos es muy grande, como sucede en las amistades contraídas desde la infancia. Si uno permanece niño por la razón, mientras que el otro se hace un hombre lleno de fuerza y de capacidad, ¿cómo podrán permanecer amigos, puesto que no gustan de los mismos objetos, ni tienen ya los mismos goces ni las mismas penas? No habrá ya entre ellos ese cambio de sentimientos sin los cuales no hay amistad posible, puesto que no pueden ya vivir juntos con intimidad, como más de una vez hemos manifestado. ¿Pero habrá razón para que le tratéis con dureza, como si jamás hubiera sido vuestro amigo? ¿No deberá más bien conservarse el recuerdo de la antigua amistad? Así como el hombre se cree más obligado para con los amigos que para con los extraños, en igual forma debe concederse algo a ese pasado en que tuvo lugar la amistad, salvo que el rompimiento haya procedido de un exceso de imperdonable perversidad.

capítulo IV
El amigo de sí mismo y el amigo de los demás. Retrato del hombre bueno y del malo

Los sentimientos de afección que se tiene a los amigos y que constituyen las verdaderas amistades, tienen su origen, al parecer, en la que el hombre se tiene a sí mismo. Así se mira como amigo al que os quiere y os hace bien, aparente o real, únicamente por uno mismo; o también al que desea la vida o felicidad de su amigo sin otra consideración que la del amigo mismo. Esta es la afección desinteresada que sienten las madres por sus hijos, y que experimentan los amigos que se reconcilian después de alguna desavenencia. también se dice a veces que el amigo es el que vive con vosotros, que tiene los mismos gustos, que se regocija con los mismos goces, que se aflige con vuestros pesares, simpatía que se hace notar principalmente en las madres. Veamos algunos de los caracteres por los que se define la verdadera amistad. Estos son precisamente los sentimientos que el hombre de bien experimenta respecto de sí mismo, y que experimentan también los demás hombres en tanto que se creen probos y honrados; porque, como ya he dicho, la virtud y el hombre virtuoso pueden tomarse por medida de todas las cosas. Un hombre semejante está siempre de acuerdo consigo mismo, y desea las mismas cosas en todas las partes de su alma. No ve ni hace para sí más que el bien o lo que le parece serlo. Esto es lo propio del hombre honrado: hacer el bien exclusivamente, hacerlo por sí mismo, por la razón de que está en él y constituye la esencia misma del hombre en cada uno de nosotros. Sin duda quiere vivir y conservarse, pero ante todo quiere hacer vivir y salvar el principio mediante el cual piensa, porque para el hombre honrado la vida es un verdadero bien. Y así cada uno de nosotros quiere el bien para sí mismo. Pero si se hiciese distinto y cambiase de naturaleza, no se deseaban para esta nueva persona todos los bienes que se deseaban para la otra; porque si Dios mismo posee actualmente el bien, es permaneciendo lo que es por esencia; y el principio inteligente es el que en el hombre constituye el fondo mismo del individuo, o por lo menos, parece [249] constituirlo más bien que cualquier otro principio. Por lo tanto, cuando el hombre está dotado verdaderamente de virtud, quiere continuar viviendo consigo mismo, porque encuentra en ello un verdadero placer. Los recuerdos de sus actos pasados están llenos de dulzura, y sus esperanzas respecto de sus acciones futuras son igualmente honestas. Ahora bien; todos estos son sentimientos agradables. Esta multitud de pensamientos llenan su espíritu de las más nobles emociones; y se complace en simpatizar sobre todo consigo mismo, con sus propios goces, con sus propios dolores; porque para él el placer y la pena se ligan siempre a los mismos objetos y no varían sin cesar de uno a otro. Jamás su corazón tiene motivo para arrepentirse, si es posible decirlo. Como el hombre de bien está siempre respecto de sí mismo en estas disposiciones, y como es para un amigo lo mismo que para sí propio, siendo el amigo uno mismo con él, se sigue que la amistad se aproxima mucho a lo que acabamos de decir, y que deben llamarse amigos a los que viven en estas relaciones recíprocas. 
En cuanto a la cuestión de saber si hay o no hay realmente amor de sí mismo, la dejaremos por el momento a parte. Nos limitaremos a decir, que hay ciertamente amistad siempre que se encuentran dos o más de estas condiciones que hemos indicado; y que, cuando la amistad es extrema, se parece mucho a la afección que se experimenta por sí mismo. 
Estas condiciones, por lo demás, pueden encontrarse en el vulgo de los hombres y hasta entre los hombres malos; pero, ¿no es verdad que no se reúnen en ellos tales condiciones sino en cuanto se complacen a sí mismos y se creen hombres de bien? Porque estas afecciones jamás se producen ni tienen visos de producirse en hombres absolutamente perversos y criminales. Puede decirse, que apenas se encuentran en los viciosos; ellos están siempre quejosos de sí mismos; desean una cosa y quieren otra, absolutamente como los libertinos que no saben dominarse. En lugar de las cosas que ellos mismos creen ser buenas, prefieren las que son para ellos agradables, pero funestas. Otros, por lo contrario, se abstienen de hacer lo que les parece mejor para su propio interés, ya por cobardía, ya por pereza. Hay también otros que, después de haber cometido una multitud de fechorías, concluyen por detestarse a sí mismos a causa de su propia corrupción, miran la vida con horror y concluyen por el suicidio. [250] Los malos pueden buscar personas con quienes poder pasar la vida, pero ante todo huyen de sí mismos. Cuando están solos, su memoria no les presenta más que recuerdos dolorosos; y para el porvenir sueñan proyectos no menos horribles, mientras que, por lo contrario, cuando están en compañía de otro olvidan estas odiosas ideas. No teniendo en sí nada digno de ser amado, no experimentan ningún sentimiento de amor hacia sí mismos; seres semejantes no pueden simpatizar ni con sus mismos placeres ni con sus mismas penas. Su alma está constantemente en discordia, y mientras que por perversidad tal parte de ella se aflige de las privaciones que se ve forzada a sufrir, tal otra se regocija en sufrirlas. Tirando del ser uno de estos sentimientos por un lado y otro por otro, resulta, si puede decirse así, el ser hecho pedazos. Pero como no es posible sentir a la vez placer y dolor, no tarda en afligirse de haberse regocijado, y hubiera querido no haber gustado semejantes placeres; porque los hombres malos están siempre llenos de remordimientos por todo lo que hacen. Así el malo, lo repito, jamás está en disposición de amarse a sí mismo, porque no encuentra en sí nada que pueda ser amado. Si este estado del alma es profundamente triste y miserable, es preciso huir del vicio con todas sus fuerzas y aplicarse con ardor a hacerse virtuoso; porque sólo así se sentirá uno inclinado a amarse a sí mismo y hacerse amigo de los demás{178}. 

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{178} Este capítulo es uno de los más preciosos y profundos que ha escrito Aristóteles. Giphanius lo llamó: aureum caput et fere theologicum.

capítulo V
De la benevolencia

La benevolencia se parece a la amistad; pero no es precisamente la amistad. Puede ejercerse sobre desconocidos, sin que sepan el sentimiento que se experimenta por ellos; lo cual no sucede con la amistad, como ya he dicho anteriormente. La benevolencia tampoco es la inclinación a amar; porque no tiene ni intensidad, ni deseo, síntomas que ordinariamente acompañan a la inclinación. Así, la inclinación se forma por el hábito; pero la benevolencia puede ser hasta casual, por ejemplo, el interés [251] que se toma por los luchadores; los espectadores, al verlos combatir, se sienten benévolos respecto de ellos y los auxilian con sus aclamaciones, sin que por eso estén dispuestos a tomar parte personalmente en la lucha. En este caso la benevolencia es del todo eventual, y la afección que provoca no pasa de la superficie. Esto nace de que la amistad, como el amor, comienza al parecer por el placer de la vista; porque si al pronto no produce encanto el aspecto de la persona, no se la puede amar. No quiere decir esto, que porque uno se sienta seducido por la forma, ya esté enamorado; pues sólo hay amor cuando se siente la ausencia de una persona y se desea su presencia. Es cierto que no pueden dos hacerse amigos sin haber experimentado antes la benevolencia; pero tampoco basta ser benévolo para amar. Uno se contenta con desear el bien a aquellos que son objeto de nuestra benevolencia, pero sin que por otra parte esté uno dispuesto a hacer nada con ellos, ni a privarse por ellos de cosa alguna. Sólo metafóricamente puede decirse que la benevolencia es la amistad. Pero también puede afirmarse que la benevolencia, prolongándose con el tiempo y llegando a constituir un hábito, se convierte en una verdadera amistad, que no es la amistad por interés, ni la amistad por placer; porque la benevolencia no se inspira ni en uno ni en otro de estos motivos. En efecto, el que ha recibido un servicio corresponde con la benevolencia al bien que se le ha hecho, cumpliendo así un deber. Pero cuando se desea el triunfo de alguien, porque espera uno sacar también alguna ventaja, no es uno benévolo para esta persona sino más bien para sí mismo; a la manera que no es amigo el que trata a otro con la mira del provecho que de el pueda sacar. 
En general, la benevolencia nace a la vista de la virtud o de un mérito cualquiera siempre que una persona muestra a otra que es hombre de honor, de valor o que tiene cualquier cualidad o este género, como los combatientes de que hablamos antes.

capítulo VI
De la concordia

La concordia también parece tener algo de la amistad; y he aquí por qué no debe confundírsela con la conformidad de opiniones; porque esta puede existir, hasta entre personas que mutuamente no se conocen. No puede decirse, porque piensen los hombres lo mismo sobre un objeto cualquiera, que están de acuerdo: por ejemplo, si es sobre astronomía. Estar de acuerdo sobre estos puntos no implica la menor afección. Por lo contrario, se dice que hay concordia entre los Estados, cuando recae sobre intereses generales, cuando se toma parte en ellos, y cuando de concierto se ejecuta la resolución común. La concordia se aplica siempre a actos, y entre estos actos, a los que tienen importancia y que pueden ser igualmente útiles a las dos partes y hasta a todos los ciudadanos, cuando se trata de un Estado: como cuando todo el mundo juzga unánimemente, por ejemplo, que todos los poderes deben ser electivos; o que es preciso hacerse aliados de los lacedemonios; o que Pittaco{179} debe reconcentrar en sus manos toda la autoridad que por otra parte él acepta. Cuando, por lo contrario, en un Estado cada uno de los partidos quiere el poder para sí solo, hay discordia como entre los pretendientes de las Fenicias{180}. Porque no basta para que haya concordia, que los dos partidos piensen de la misma manera sobre un objeto dado, cualquiera que él sea. Es preciso además, que tengan la misma opinión en las mismas circunstancias: por ejemplo, que el pueblo y las altas clases estén acordes en dar el poder a los más eminentes ciudadanos; porque entonces cada cual tiene precisamente lo que desea. La concordia comprendida así se convierte en cierta manera en una amistad civil, como ya he dicho; porque comprende entonces los intereses comunes y todas las necesidades de la vida social. 
Pero esta concordia supone siempre corazones sanos. [253] En efecto, los corazones de esta índole están por lo pronto de acuerdo consigo mismos, y lo están recíprocamente entre sí, porque se ocupan, por decirlo así, de las mismas cosas. Las voluntades de estos espíritus rectos permanecen inquebrantables, no tienen el flujo y reflujo como el Euripe{181}, sólo quieren las cosas justas y útiles, y las desean sinceramente guiados por el interés común. Por lo contrario, entre los malos no es posible la concordia, y si reina alguna vez es por cortos instantes; y tampoco pueden ser por mucho tiempo amigos, porque reclaman una parte exagerada en los beneficios y se desentienden todo lo posible de las fatigas y gastos comunes. Queriendo cada cual las ventajas sólo para sí, espía y pone trabas a su vecino; y como del interés común nadie se cuida, se le sacrifica y perece. entonces comienza la discordia, esforzándose los unos en hacer que los otros observen la justicia, pero sin que nadie quiera practicarla. 

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{179} Pittaco, tirano de Mitilene; véase la Política, lib. III, cap. IX. 
{180} Una de las obras de Eurípides. 
{181} Es sabido que el fenómeno del flujo y reflujo se hace notar mucho en Euripe, entre la Eubea y la Beocia, único punto del Mediterráneo en que se hace sensible.

capítulo VII
Del beneficio

Los bienhechores en general aman más a los que reciben el servicio que los que reciben el servicio los aman a ellos; y como esta diferencia parece contraria a toda razón, es preciso averiguar sus motivos. La opinión más común es que los unos son en cierta manera deudores y que los otros son acreedores; y así como respecto a las deudas, los que deben querrían con gusto que los que les han dado el préstamo no existiesen, y los prestadores, por lo contrario, hasta se ocupan con solicitud de sus deudores; en la misma forma los que han hecho el servicio quieren que los favorecidos vivan para que algún día reconozcan los favores que se les ha dispensado, mientras que los otros se ocupan muy poco de lo que les deben en cambio de lo recibido. Epicarmo diría que los que adoptan esta explicación «toman la cosa por mal lado.» Pero es bastante conforme a la debilidad [254] humana; porque los hombres ordinariamente tienen poca memoria para los beneficios, y prefieren recibir favores a hacerlos. 
En cuanto a mí, la causa me parece mucho más natural, y creo que no tiene ninguna relación con lo que pasa en punto a deudas. Por lo pronto, los acreedores no tienen el menor afecto a sus deudores; y si desean verlos prósperos, es únicamente con la mira de la restitución que esperan. Por lo contrario, los que han hecho un servicio aman y acarician a sus obligados, por más que estos ni en la actualidad ni nunca les puedan servir en nada. Es exactamente lo mismo que los artistas experimentan respecto de sus obras; no hay uno que no ame su propia obra más que la obra le amaría a él, si por casualidad pudiera animarse y vivir. Esta observación es patente en los poetas; aman con pasión sus propias obras y se encariñan con ellas como si fuesen sus propios hijos. Esto sucede precisamente con los bienhechores; la persona favorecida es su obra, y aman más que la obra ama al que la ha hecho. La causa es bien sencilla; es porque la vida, la existencia, es para todo el que goza de ella algo preferible a todo lo demás, algo que le es profundamente querido. Ahora bien; nosotros no somos sino mediante el acto, es decir, en tanto que vivimos y obramos. El que crea una cosa, existe en cierta manera mediante el acto mismo. Así ama su obra porque ama igualmente la existencia, sentimiento que es muy natural; porque lo que sólo existe en potencia, la obra lo revela, lo muestra en acto. Añádase con respectó a la acción, que hay en ella algo de noble y de bello de parte del bienhechor, de suerte que este goza en el objeto de tal acción. Al mismo tiempo, nada hay de bello para el obligado en el servicio que recibe; a lo más sólo hay algo útil, lo cual es mucho menos agradable y menos digno de ser amado. En cuanto al presente, es el acto el que nos causa placer; es la esperanza para el porvenir; es el recuerdo para lo pasado. Pero el más vivo placer sin contradicción es el acto, lo actual, que, bien entendido, es digno de que se ame. Así, pues, la obra es y sigue siendo del que la ha hecho, porque lo bello es durable; mientras que lo útil desaparece bien pronto para el que ha recibido el beneficio. El recuerdo de las cosas buenas que se han hecho causa un placer indecible; pero el recuerdo de las cosas útiles que se han aprovechado, o no le causan o, si le causan, es mucho menor. Precisamente sucede todo lo contrario con los [255] bienes que se desean y que se espera poseer. Pero amar es casi obrar y producir; ser amado no es más que sufrir y permanecer pasivo. Por consiguiente el amor y todas las consecuencias que engendra están de parte de aquellos en quienes la acción es más poderosa. 
Debe observarse además que se tiene siempre más cariño a lo que ha costado más trabajo; y así, por ejemplo, los que han adquirido su fortuna por sí mismos la estiman más que los que la han adquirido por herencia. Recibir un beneficio es una cosa en verdad que no reclama un esfuerzo penoso, mientras que muchas veces cuesta mucho dispensar servicios a otros. He aquí por qué las madres tienen más amor por sus hijos, mediante a que la parte que lean tenido en la generación ha sido mucho más penosa, y saben bien que los hijos son suyos. Este es sin duda también el sentimiento de los bienhechores respecto a sus favorecidos.

capítulo VIII
Del egoísmo o amor propio

Se ha preguntado si conviene amarse a sí mismo con preferencia a todo lo demás o si vale más amar a otro; porque ordinariamente se censura a los que se aman excesivamente a sí propios, y se les llama egoístas, como para avergonzarles por este exceso. Realmente el hombre malo sólo obra pensando en sí mismo, y cuanto más malo se hace, más se aumenta en él este vicio, y así se le echa en cara que nunca hace nada fuera de lo que interesa a su persona. El hombre de bien, por lo contrario, sólo obra para hacer el bien, y cuanto más honrado se hace, tanto más se consagra exclusivamente a hacer el bien, y tratándose de su amigo, hasta se olvida de su propio interés. 
Pero se dice que los hechos contradicen todas estas teorías sobre el egoísmo, y esto no es difícil de comprender. Se concede que debe amarse sobre todo al que es vuestro mejor amigo, siendo el mejor amigo el que quiere más sinceramente el bien de su amigo por este amigo mismo, aunque por otra parte nadie en el mundo deba saberlo. Pero estas son precisamente las condiciones que se cumplen cuando se trata de sí mismo, así como se [256] dan igualmente bajo esta relación todas las demás condiciones, en vista de las que se define habitualmente el verdadero amigo; porque ya hemos sentado, que todo sentimiento de amistad parte ante todo del individuo para derramarse después sobre los demás. Los proverbios mismos están de acuerdo con nosotros; pudiendo citarse los siguientes: «una sola alma; –entre amigos todo es común; –la amistad es la igualdad; –la rodilla está más cerca que la pierna.» Pero todas estas expresiones manifiestan principalmente las relaciones del individuo consigo mismo. Y así, el individuo es su propio amigo más estrechamente que ninguno otro; y es a sí mismo a quien sobre todo deberá amar. 
Se pregunta, y no sin razón, cuál de estas dos diversas soluciones debe seguirse, ya que ambas nos inspiran igual confianza. 
Quizá baste distinguir estas aserciones, y hacer ver la parte de verdad, y la especie de verdad, que cada una de ellas encierra. Si explicamos lo que se entiende por egoísmo en los dos sentidos en que alternativamente se toma esta palabra, veremos con la mayor claridad esta cuestión. Por una parte, queriendo convertir este término en un vocablo de censura y de injuria, se llama egoístas a los que se atribuyen a sí mismos la mejor parte en las riquezas, en los honores, en los placeres corporales; porque el vulgo siente por todo esto la más viva ansiedad; y como se buscan con empeño estos bienes considerados como los más preciosos de todos, son extremadamente disputados. Los que se los disputan con tanto calor, sólo piensan en satisfacer sus deseos, sus pasiones, y en general la parte irracional de su alma. Así se conduce la generalidad de los hombres; y la denominación de egoístas viene de las costumbres del vulgo, que son deplorables. Con justa razón se censura en este sentido el egoísmo. 
No puede negarse que las más veces se aplica este nombre de egoístas a los que se entregan a todos estos goces groseros, y que sólo piensan en sí mismos. Pero si un hombre se propusiese seguir constantemente la justicia con más exactitud que ninguna otra cosa, practicar la sabiduría o cualquiera otra virtud en un grado superior, en una palabra, que no pretendiese reivindicar para el otra cosa que el obrar bien, sería imposible llamarle egoísta, ni censurarle. Sin embargo, este sería tenido por más egoísta que los demás, puesto que se adjudica las cosas más bellas y mejores, y goza tan sólo de la parte más elevada de [257] su ser, obedeciendo dócilmente a sus ordenes. Así como en política la parte más importante en la ciudad parece ser el Estado mismo, y así como en todos los demás ordenes de cosas semejante parte constituye el sistema entero, lo mismo sucede con el hombre, y quien debería pasar por egoísta en primer término es el que ama dentro de sí este principio dominante y sólo trata de satisfacerle. Si se llama templado al hombre que se domina, e intemperante al que no se domina, según que la razón manda o no manda en ellos, es porque la razón aparentemente está siempre identificada con el individuo mismo. He aquí por qué los actos que parecen ser los más personales y los más voluntarios, son los que se realizan bajo la dirección de la razón. Es perfectamente claro, que este principio soberano es el que constituye esencialmente al individuo, y que el hombre de bien le ama con preferencia a todo. En este concepto podría decirse, que el hombre de bien es el más egoísta de todos los hombres; pero este egoísmo es muy distinto de aquel a que se da un nombre injurioso. Este egoísmo noble supera en tanto al egoísmo vulgar, como vivir según la razón a vivir según la pasión; y tanto como desear el bien a desear lo que parece útil. 
Así todo el mundo acoge bien y alaba a los que se proponen elevarse por encima de sus conciudadanos practicando el bien. Si todos los hombres luchasen únicamente por la virtud y dirigieren siempre sus esfuerzos a practicarla, la comunidad entera vería en conjunto todas sus necesidades satisfechas; y cada individuo en particular poseería el mayor de los bienes, puesto que la virtud es el más precioso de todos. Se llegaría a deducir esta doble consecuencia: de una parte, que el hombre de bien debe ser egoísta, porque haciendo el bien, le resultará a la vez un gran provecho personal y servirá al mismo tiempo a los demás; y de otra, que el hombre malo no es egoísta, porque sólo conseguirá perjudicarse a sí y dañar al prójimo, siguiendo sus malas pasiones. Por consiguiente, en el hombre malo hay una discordia profunda entre lo que debe hacer y lo que hace, mientras que el hombre virtuoso sólo hace lo que debe hacer; porque toda inteligencia escoge siempre lo que es mejor para ella y el hombre de bien sólo obedece a la inteligencia y a la razón. 
No es menos evidente y exacto que el hombre virtuoso hará muchas cosas en obsequio de sus amigos y de su patria, aunque [258] al hacerlas comprometa su vida; y despreciará las riquezas, los honores, en una palabra, todos estos bienes que la multitud se disputa, reservándose sólo para sí el honor de hacer el bien. Gusta más de un goce vivo, aunque sólo dure algunos instantes, que un goce frío que dure un tiempo más largo. Quiere más vivir con gloria un solo año{182} que vivir muchos oscuramente; prefiere una sola acción bella y grande a una multitud de actos vulgares. Esta es indudablemente la causa porque estos hombres generosos ofrecen, cuando es preciso, el sacrificio de su vida. Se reservan para sí la más bella y noble parte y hacen con gusto el sacrificio de su fortuna, si su ruina puede enriquecer a los amigos. El amigo adquiere la riqueza, y él se reserva el honor, que es un bien cien veces mayor. Con mucha más razón hará lo mismo respecto a las distinciones y al poder. El hombre de bien abandonará todo esto a su amigo; porque a sus ojos el desinterés es lo más bello y digno de alabanza. Realmente no hay engaño en considerar como virtuoso al que escoge el honor y el bien con preferencia a todo lo demás. El hombre de bien puede llegar hasta reservar a su amigo la gloria de la ejecución; y hay casos en que es más digno dejar que haga una cosa un amigo, que hacerla uno mismo. 
Por lo tanto, en todas las acciones dignas de alabanza el hombre virtuoso toma a su cargo siempre la parte más grande del bien; y así es, repito, como debe un hombre saber ser egoísta. Pero es preciso librarse de serlo como se entiende y lo es el hombre generalmente. 

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{182} Véase en la Iliada, canto IX, v. 410 y siguientes, lo que Aquiles dice de sí mismo y de su madre.

capítulo IX
Sobre si hay necesidad de amigos en la prosperidad

Se suscita aún otra cuestión, y se pregunta si, cuando es uno dichoso, tiene necesidad o no de amigos. En efecto, se dice, los hombres absolutamente afortunados e independientes para nada necesitan la amistad, puesto que disfrutan de todos los bienes; y además, bastándose a sí mismos, no tienen necesidades [259] que satisfacer, siendo así que el amigo, que es otro yo, debe procurarnos lo que no podamos conseguir por nosotros mismos. Esto es lo que pensaba el poeta cuando decía{183}: 
«Cuando el cielo os sostiene, ¿qué necesidad tenéis de amigos?» 
Pero cuando se supone que tiene todos los bienes el hombre dichoso, es un absurdo evidentemente no concederle también los amigos, porque precisamente los amigos son el más precioso de los bienes exteriores. Pero más aún; si la amistad consiste más en dispensar beneficios que en recibirlos; si lo propio de la virtud y del hombre virtuoso es hacer el bien en rededor suyo; y si su propósito debe de ser el servir mejor a los amigos que a los extraños, se sigue de aquí que el hombre de bien tendrá necesidad de gentes que puedan recibir de él beneficios. 
He aquí por qué se pregunta también, si es en la desgracia o en la fortuna cuando hay necesidad de amigos, porque si el hombre en desgracia tiene necesidad de personas que le socorran, el hombre afortunado no tiene menos necesidad de personas a quienes poder dispensar el bien. A mi entender es el más solemne absurdo convertir al hombre dichoso en un solitario separado del resto de los hombres. ¿Quién accedería a poseer todos los bienes del mundo, si se le pusiera por condición de que sólo pudiera usar de ellos para sí sólo? El hombre es un ser sociable{184}, la naturaleza le ha hecho para vivir con sus semejantes, y esta ley se aplica igualmente al hombre dichoso; porque posee todos los bienes que puede producir la naturaleza, y como evidentemente vale más vivir con amigos y personas distinguidas que con extraños o con el vulgo, es claro que el hombre dichoso tiene precisamente necesidad de amigos. 
¿Qué significa por lo tanto la primera opinión que hemos indicado? ¿Cómo es que tiene algo de verdad? ¿Será porque se cree vulgarmente que los amigos son gentes que nos prestan utilidad, y por consiguiente que el hombre dichoso no tiene necesidad de todos estos auxilios, puesto que se supone que posee todos los bienes? En este caso no tendrá necesidad de amigos y compañeros de placer, o por lo menos, será bien poca la necesidad que advierta, puesto que su vida, siendo perfectamente agradable, puede pasarse sin todos los otros placeres que [260] los demás hombres nos proporcionan. Y si no tiene necesidad de amigos de este género, es claro que verdaderamente no tiene necesidad de amigos de ninguna otra clase. Este razonamiento no es quizá muy concluyente. Al principio de este tratado dijimos, que la felicidad era una especie de acto; y se comprende sin dificultad, que el acto llega a ser y se produce sucesivamente, pero que no existe, en cierta manera, como una propiedad que se posee. Y si la felicidad consiste en vivir y obrar, el acto de un hombre de bien es bueno y agradable en sí, como ya hemos visto precedentemente. Además, lo que nos es propio y familiar nos proporciona siempre los más dulces sentimientos; y nosotros podemos mejor ver a los demás y observar sus acciones que observar las nuestras y vernos a nosotros mismos. Por consiguiente, las acciones de los hombres virtuosos, cuando estos son nuestros amigos, deben ser vivamente agradables para los pechos honrados, puesto que entonces los dos amigos disfrutan de un goce que es muy natural. Estos son los amigos de que el hombre dichoso tendrá necesidad, puesto que desea contemplar las acciones bellas y para él familiares; y tales son las acciones del hombre virtuoso que es nuestro amigo. 
Por otra parte se admite que el hombre dichoso debe vivir agradablemente; pero la vida del solitario es muy pesada. No es fácil obrar continuamente por sí y para sí, y es mucho más fácil obrar con otros y para otros. entonces la acción, que ya es de suyo agradable, será más continua. Esto es lo que debe buscar el hombre dichoso. El hombre virtuoso, en tanto que virtuoso, goza con los actos de virtud y se indigna con los extravíos del vicio, a semejanza del músico a quien complacen las bellas armonías y disgustan las malas. Por otra parte, vivir con los hombres de bien es una manera de ejercitarse en la virtud, como lo ha observado Theognis{185}. Y bien considerada la cosa, es claro que el amigo virtuoso es natural que sea el que el hombre virtuoso elija; porque, lo repito, lo que es bueno por naturaleza es en sí bueno y agradable para el hombre virtuoso. Y bien, la vida se define en los animales por la facultad o potencia que tienen de sentir; en el hombre se define a la vez por la facultad de sentir y por la de pensar; pero la potencia viene siempre a terminar en el acto; y lo principal está en el acto. Y así, parece que vivir [261] consiste principalmente en sentir o en pensar; y la vida es en sí una cosa buena y agradable, porque es una cosa limitada y definida, y todo lo que es definido pertenece ya a la naturaleza del bien. Además, lo que es bueno por naturaleza lo es igualmente para el hombre virtuoso; y he aquí por qué puede decirse que esto debe agradar igualmente al resto de los hombres. Pero no debe tomarse aquí por ejemplo una vida mala y corrompida, ni tampoco una vida llena de dolores; porque semejante vida es indefinida, como lo son los elementos de que se compone; y esto se comprenderá más fácilmente cuando hablemos más tarde del dolor. La vida por sí sola{186}, repito, es buena y agradable; y lo que lo prueba es, que encuentran en ella encantos todos, y muy especialmente los hombres virtuosos y afortunados; porque la vida les es más apetecible y su existencia es la más dichosa sin duda alguna. Pero el que ve, siente que ve; el que oye, siente que oye; el que anda, siente que anda; y lo mismo en todos los demás casos, y es que en nosotros hay una cierta cosa que siente nuestra propia acción, de tal manera, que podemos sentir que sentimos, y pensar que pensamos. Pero sentir que sentimos o sentir que pensamos es sentir que existimos, puesto que hemos visto que existir es sentir o pensar. Ahora bien, sentir que se vive, es una de estas cosas que son agradables en sí, porque la vida es naturalmente buena; y sentir en sí el bien que uno mismo posee, es un verdadero placer. Así es como la vida es querida para todo el mundo y principalmente para los hombres de bien, porque la vida es para ellos a la par un bien y un placer; y por el hecho mismo de tener, como tienen, conciencia del bien en sí, es por lo que experimentan un placer profundo. Pero lo que el hombre virtuoso es para consigo mismo, lo es para con su amigo, puesto que su amigo no es más que un otro él. Tanto como cada uno ama y desea su propia existencia, otro tanto desea la existencia de su amigo o poco menos. Pero ya hemos dicho, que si se ama al ser, es porque se siente que el ser que está en nosotros es bueno; y este sentimiento está en sí rebosando dulzura. La misma conciencia, por tanto, debe tenerse de la existencia y del ser de su amigo, cosa que no es posible a no vivir con él cambiando en esta asociación palabras y pensamientos. Verdaderamente esto es lo que puede llamarse entre los hombres [262] vida común, y no como la que existe entre los animales reducida a vivir encerrados en un mismo cercado. Luego si el ser es en sí una cosa apetecible para el hombre afortunado, porque el ser es bueno por naturaleza y además agradable, se sigue, que el ser de nuestro amigo está poco más o menos en el mismo caso; es decir, que el amigo es evidentemente un bien que debe desearse. Ahora bien, lo que se desea para sí es preciso llegar a poseerlo realmente; pues en otro caso, la felicidad en este punto sería incompleta; de donde resulta, en conclusión, que el hombre, para ser absolutamente dichoso, debe tener amigos virtuosos. 

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{183} Eurípides en la tragedia Orestes, v. 667, edición de Didot. 
{184} Véase la Política, lib. I, cap. I. 
{185} Theognis. Véanse sus Sentencias, v. 31, edición de Brunck. 
{186} Las mismas ideas se desenvuelven en la Política, lib. III, cap. IV.

capítulo X
Del número de amigos

¿Debe uno procurar tener el mayor número posible de amigos? O acaso, así como con tan buen sentido se ha dicho sobre la hospitalidad{187}, 
«En materia de huéspedes, no conviene tener muchos ni carecer de ellos» 
¿es conveniente igualmente, respecto de la amistad, no estar sin amigos ni proporcionarse un número exagerado de ellos? La palabra del poeta podría aplicarse perfectamente a las relaciones de amistad que no tienen otra base que el interés. Es muy difícil pagar y reconocer todos los servicios, cuando se reciben muchos, y la existencia entera no bastaría para satisfacerlos. Los amigos, cuando son más en número de lo que reclaman las necesidades ordinarias de la vida, son muy inútiles; y hasta llegan a ser un obstáculo para la felicidad. Por lo tanto no hay necesidad de tantos amigos de este género. En cuanto a los amigos por placer, bastan algunos; esto es como la sazón en las comidas. Resta hablar de los amigos por virtud. ¿Convendrá tener el mayor número posible de ellos? ¿O bien debe tener un límite el número de amigos, como lo tiene el de ciudadanos en el Estado? No podría constituirse un Estado con diez ciudadanos, como no podría constituirse con cien mil. No quiero decir, que [263] precisamente se haya de lijar el número de ciudadanos, sino que ha de ser un total que se mantenga dentro de ciertos límites determinados. Próximamente está en caso análogo el número de amigos; es igualmente determinado, y puede reducirse, si se quiere, al mayor número de personas con quienes pueda vivirse en vida común; porque la vida común es la señal más cierta de la amistad. Mas, como puede observarse fácilmente, no es posible vivir con una multitud de personas, dividiéndose uno de esta manera. Añádase a esto, que todas estas personas deben ser amigas entre sí, puesto que es preciso que pasen el tiempo reunidos unos con otros; y no es este un pequeño embarazo cuando se trata de muchos. también es muy difícil en medio de tantas personas que pueda uno sentir los mismos goces y las mismas penas que todas ellas. Está expuesto a coincidencias desagradables, y podrá suceder que a la vez tenga que regocijarse con unos y entristecerse con otros. Así será muy bueno no buscar el mayor número posible de amigos, sino sólo el número de ellos con los que les sea posible vivir en intimidad. No es posible ser amigo decidido de un gran número de personas; y esta es la causa porque el amor no se extiende a muchos a la vez. El amor es como el grado superior y el exceso de la afección, y nunca se dirige más que a un sólo ser. De igual modo los sentimientos muy vivos se concentran sobre algunos objetos, pocos en número. La realidad demuestra evidentemente que esto es lo que acontece. Jamás con muchos será posible tener una verdadera y ardiente amistad; y todas las amistades que se alaban y se admiran no han existido sino entre dos personas{188}. Los que tienen muchos amigos y se muestran íntimos de todos, pasan por no ser amigos de nadie, sino es en las relaciones puramente sociales; y cuando se habla de ellos, se dice que son gentes que sólo aspiran a agradar civil y políticamente. Puede uno ser amigo de un gran número de personas, sin hacer ningún esfuerzo exagerado por agradarlas y siendo sólo para ellas un hombre de bien en toda la extensión de la palabra. Pero ser amigo de uno porque es virtuoso y amarle por sí mismo, es un sentimiento que no puede extenderse nunca a muchas personas; y hasta es preferible tropezar con pocas que reúnan tales condiciones. 

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{187} Hesiodo, v. 333, Las obras y los días. 
{188} Teseo y Piritoo, Aquiles y Patroclo, Orestes y Pílades.

capítulo XI
¿Cuándo son más necesarios los amigos, en la prosperidad o en la desgracia?

Otra cuestión: ¿se necesitan más los amigos en la prosperidad o en el infortunio? En ambos casos se desean; los desgraciados tienen necesidad de que se les auxilie; los afortunados tienen necesidad de comunicar su felicidad y de que haya quien reciba sus beneficios, porque quieren hacer el bien en rededor suyo. Los amigos son ciertamente más necesarios en la desgracia, y entonces es cuando deben tenerse amigos útiles. Pero es más noble tenerlos en la fortuna, porque en este caso sólo se buscan gentes de mérito y de virtud, y vale más, cuando se puede elegir, hacer el bien a personas de este orden y pasar la vida con ellas. La presencia de los amigos es ya por sí sola un placer en medio de la desgracia, porque las penas son más ligeras cuando corazones amigos toman parte en ellas. Y podría preguntarse, si este alivio que sentimos procede de que los amigos nos quitan una parte del peso que nos oprime, o si, sin disminuir en nada este peso, su presencia, que nos encanta, y la idea de que participan de nuestros dolores atenúan nuestra pena. Pero sea por esta causa o por cualquiera otra, la atenuación de nuestros disgustos importa poco; lo que no puede ponerse en duda es que el efecto dichoso, de que acabo de hablar, se produce en nosotros. Su presencia tiene sin duda un resultado mixto. Sólo el ver a los amigos es ya un verdadero placer; lo es sobre todo cuando es uno desgraciado. Pero además es como un auxilio que nos prestan contra la aflicción; el amigo consuela con su presencia y con sus palabras por poco que valga; porque conoce el corazón de su amigo y sabe precisamente lo que le agrada y lo que le aflige. Pero podrá decirse, que es duro tener que sentir que un amigo se aflija con nuestros propios sinsabores, y todo el mundo evita el ser objeto de pena para sus amigos. Además, los hombres de un valor a prueba tienen gran cuidado en no hacer partícipes de sus dolores a los que aman; y salvo el que sea completamente insensible, no se transijo fácilmente con la idea de causar pena a los amigos. Un hombre de corazón no [265] sufre jamás que sus amigos lloren con él, porque él no está dispuesto a llorar. Sólo las mujerzuelas y los hombres de su carácter se complacen en ver que otros mezclan sus lágrimas con las suyas, y aman a las gentes a la vez porque son sus amigos y porque lloran con ellos. Es evidente que en todas las circunstancias el ejemplo más noble es el que debemos imitar. 
Pero cuando se está en la prosperidad, la presencia de los amigos nos agrada doblemente. Por lo pronto la relación amistosa nos complace y nos inspira este pensamiento no menos dulce: que ellos gozan con nosotros de los bienes que poseemos. Cuando uno vive en la prosperidad es cuando principalmente nuestro corazón debe complacerse en convidar a nuestros amigos, porque es muy satisfactorio hacer el bien. Por lo contrario, se duda, se tarda en decidirse a hacerlos venir cuando uno es desgraciado, porque es preciso que participen lo menos posible de las propias penas; y de aquí esta máxima: 
«Basta con que yo sea desgraciado.»{189} 
Verdaderamente sólo debe llamárseles cuando, sin gran sacrificio suyo, pueden hacer un gran servicio. Por opuestos motivos los amigos deben ir en busca de sus amigos desgraciados, sin necesidad de que se los llame, y siguiendo sólo el impulso del corazón; porque es un deber en el amigo pagar este tributo a sus amigos, sobre todo cuando tienen necesidad de él y no lo reclaman; es a la par lo más bello y lo más dulce para ambos. Cuando se puede cooperar en algo a la fortuna de sus amigos, es preciso ponerse a la obra con firme resolución; porque pueden tener necesidad de auxilio. Pero es preciso abstenerse de tomar una parte personal en los beneficios que ellos obtengan, porque es poco digno reclamar con ardor provecho alguno para sí mismo. Por otra parte, se debe procurar no desagradar a sus amigos con negativas, ni manifestar poca condescendencia cuando nos hacen ofrecimientos; lo cual sucede algunas veces. 
En resumen, pues, la presencia de los amigos es una cosa agradable en todas las circunstancias de la vida, cualesquiera que ellas sean. 

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{189} No se sabe de quién es esta máxima. 

capítulo XII
Dulzuras de la intimidad

¿Puede decirse que la amistad sea como el amor? ¿Y que así como los amantes se complacen apasionadamente en ver el objeto amado y prefieren esta sensación a todas las demás, porque en ella, sobre todo, consiste y se produce el amor, de igual modo los amigos aspiran sobre todas las demás cosas a vivir juntos? La amistad es una asociación, y lo que uno es para sí mismo, lo es para su amigo. Ahora bien, lo que uno ama en sí mismo es sentir que se existe, y se complace en la misma idea respecto del amigo; pero este sentimiento no obra ni se realiza sino en la vida común, y he aquí por qué los amigos tienen tanta razón para desearla. La ocupación que constituye propiamente la vida, y en la cual se encuentran más encantos, es también aquella en la que quiere cada cual que participen sus amigos viviendo juntos. Y así, unos beben y comen juntos; otros juegan juntos; otros cazan juntos; otros se entregan juntos a los ejercicios de la gimnasia; otros se consagran juntos al estudio de la filosofía; en una palabra, todos pasan el tiempo haciendo juntos lo que más les encanta en la vida. Como quieren vivir siempre con amigos, buscan y distribuyen todas las ocupaciones de manera que puedan aumentar esta intimidad y esta vida común. Esto es precisamente lo que hace tan perjudicial la amistad de los hombres depravados. Inconstantes en sus afectos, sólo se comunican los malos sentimientos; y se pervierten tanto más cuanto más se imitan mutuamente. Por lo contrario, la amistad de los hombres de bien, siendo como es honrada, se acrecienta con la intimidad; y hasta parece que los amigos se mejoran continuándola y corrigiéndose recíprocamente. Y así fácilmente se sirven mutuamente de modelo cuando gustan unos de otros, y de aquí el proverbio. 
«Siempre de los buenos se saca el bien.»{190} 
Demos aquí por terminada la teoría de la amistad, y pasemos ahora a la del placer. 

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{190} Verso de Theognis.